[Discurso pronunciado con motivo de la Presentación de EL PENSADOR VAGABUNDO. ESTUDIOS SOBRE WALTER BENJAMIN. Editorial Entelequia, Madrid, 2011. Casa SEFARAD-ISRAEL. Madrid, 25 de mayo de 2011
[Texto «Experiencia y pobreza». Walter Benjamin, 1933
[Texto «El curso de la experiencia. Walter Benjamin, 1933». El pensador vagabundo. Estudios sobre Walter Benjamin. Editorial Eutelequia, Madrid, 2011, pp. 67-96. Luis Álvarez Falcón
A los perplejos, en su íntima vaguedad.
En 1935, con ocasión del VIII centenario del nacimiento del pensador cordobés Moshé ben Maimón (Maimónides), cuatro años antes de abandonar el rectorado de la Universidad de Madrid, siendo depurado como catedrático por el régimen franquista, José Gaos impartirá una conferencia con el título «Filosofía de Maimónides». Más tarde, esta lección magistral aparecerá como artículo en la edición de Revista de Occidente. En sus líneas, y tras una aguda advertencia, aquélla que pone de relieve el dolor de las efemérides, asociando las conmemoraciones a la superposición en forma histórica de nuestra vida y de otras vidas, Gaos será concluyente al decir que: «Lo que un sujeto entienda por la filosofía de otro dependerá, por tanto, de lo que en general entienda por filosofía». En consecuencia, será posible que lo que el uno entienda por la filosofía del otro no concuerde con lo que éste entienda por filosofía en general, ni tampoco por su propia filosofía. Tanto las vidas históricamente superpuestas como la superposición de la propia vida de las ideas tendrán como resultado una doble metábasis, y este hecho será decisivo para entender la confusión que añade, además, la compleja personalidad del autor que hoy nos ocupa.
Tal como Gaos nos describe, los perplejos, en francés “égarés” o “indécis”, los perplexorum, neutrorum, dubitantium, en alemán “Unschlüssigen”, no son los descarriados, extraviados o errados, esto es, los que han emprendido decidida, resueltamente, un camino falso, sino más bien los errantes de un lado para otro, o los que, por estar más o menos seguros del camino a emprender, se hallan fluctuantes, dudosos, perplejos, indecisos, irresolutos, y a quienes la prolongación de este estado llega a poner inquietos, temerosos y finalmente oprimidos de ánimo y dolidos de corazón, conturbados o contristados. No es el caso del “flaneur”, de este “vagante”, de este “deambulante”, amigo del coleccionismo pero sin domicilio fijo, paseante pero perseguido, judío pero marxista, fiel en su convicción y en conflicto con su propia fe, tal como en él resuena la herencia misma de Spinoza. Su perplejidad, su “vagancia”, no es la del que se desasosiega entre conservar o abandonar, ante una convicción irrefragable, una fe con la que se siente unido en su vida y el abandono de la cual siente, por ende, como una muerte. La vida no admite la persistencia en la perplejidad, sino la transición por ella: o resolución, o suspensión de la vida. La vida no admite la persistencia en la perplejidad, de no ser que hablemos de un filósofo, de un artista o de un niño.
En el capítulo 32 de su Guía de perplejos, tras abordar la facultad de percibir, el pensador cordobés será determinante al señalar que la percepción misma se vuelve regresiva ante la fatiga que produce el fin de captar la auténtica realidad de los objetos. Del mismo modo, una determinada concepción de la experiencia estará en el entramado de toda una tradición. Se han vertido multitud de disquisiciones sobre la mirada, ya sea, en nuestro caso, tanto en Maimónides como en Walter Benjamin. Sobre la mirada, entendida como proximidad hacia las cosas, como el rastreo obstinado para buscar la forma de encontrar el camino de vuelta a la realidad. Tanto en el arte como en la filosofía acudimos desesperadamente a la forma de exposición, ya sea a la técnica, ya sea al discurso. Y nuestra propia insuficiencia nos hace, las más de las veces, incapaces de reconciliar la mirada efectuada y el problema de la exposición. Tal insolvencia nos lleva a la confusión de registros, de estratos de realidad, de niveles de análisis. El resultado pudiera parecer un Collage, una discontinuidad cubista, una superposición paratáctica. Sin embargo, nos encontramos ante esa especie de mosaico en el que nuestra mirada deambula, completando los puentes rotos sobre la realidad, esbozando un ir y venir entre las ideas y las cosas, sujeto siempre a la persistencia y a la fugacidad de la historia y de la temporalidad misma.
Lo más sencillo y banal sería, en todos los casos, un intento desesperado de sistematización –metábasis eis allos genos. Recuérdese que en la metábasis, el desarrollo de identidad (según su ley propia) conduce a una configuración que se encuentra «más allá de la serie» (metábasis eis allos genos) y que, aunque no es contradictoria en sí misma, implica la resolución del proceso por «acabamiento». La continuación indefinida del proceso de lo mismo sería incompatible con este límite. Por el contrario, lo rigurosamente filosófico será reseguir la mirada a través de la estructura discontinua del mundo de las ideas. De lo contrario, las palabras terminarán siendo vagas, y en el ser susceptible de su interpretación literal radicará su efectivo antagonismo con la filosofía. Y en el serlo de interpretación alegórica, radicará la posibilidad de su conciliación con ésta. Pero una palabra no es susceptible de otra cosa. Lo más que se podrá hacer con ella será interpretarla alegóricamente. Donde no se pueda hacer esto con ella, o haya que hacer más que esto, como en el punto decisivo de la obra de conciliación de Maimónides, o no se hace nada, o hay que renunciar a ella.
Walter Benjamin será taxativo en esto. Y pese al encanto y al influjo que su obra pueda ejercer sobre el fin de siglo y el comienzo de un nuevo milenio, tendrá la facultad de poner a prueba siempre la impertinente manía de nuestra propia incapacidad; la que nos lleva a confundir una constelación con la monoplanariedad de nuestro horizonte más próximo. No alcanzo a entender muy bien si Walter Benjamin es más bien de aquellos que buscan lo eterno, o de aquellos que conciben la eternidad tal como la concebía el propio Spinoza, como esa especie de experiencia de la eternidad ligada, a su vez, a la idea de intensidad, como si sólo pudiéramos hacer la experiencia de la eternidad bajo una forma intensiva. De este modo, un cierto y originario materialismo, también larvado paradójicamente en Maimónides, se impondrá como exigencia de una determinada concepción de las cosas, de su trasunto temporal, de su Historia.
Para terminar, permítanme traerles a colación un breve fragmento de un relato escrito en Ibiza, durante la primavera de 1933, y que lleva por título El pañuelo. Después, comprenderán la exigencia de este vagar, que no es más que la exigencia del pensamiento en su más humilde condición:
«Por qué se acaba el arte de contar historias es una pregunta que me he hecho siempre que, aburrido, he dejado pasar largas horas de sobremesa con otros comensales; pero aquella tarde, de pie en la cubierta de paseo del Bellver, junto a la cámara del timón, creí encontrar la respuesta mientras con mis prismáticos repasaba todos los detalles del cuadro incomparable que ofrecía Barcelona desde el barco. El sol se ponía detrás de la ciudad y parecía licuarla. La vida parecía extinguirse en los espacios de tonos pálidos que separaban el follaje de los árboles, el cemento de los edificios y los roquedales de los montes lejanos. La Bellver es una bonita y amplia motonave a la que uno daría mejor destino que el de servir al escaso tráfico con las islas Baleares. Y en efecto, su imagen pareció achicarse a mis ojos cuando la vi al día siguiente en el muelle de Ibiza preparándose para el viaje de vuelta, puesto que yo había imaginado que desde allí continuaría rumbo a las islas Canarias. Me detuve a contemplarla y volví a pensar en el capitán O…, del que me había despedido un par de horas antes, el primero y quizás el único narrador con quien he tropezado en mi vida, porque, como he dicho más de una vez, se está acabando el arte de relatar, y al recordar las muchas horas que el capitán O… pasaba recorriendo el puente de mando desde un extremo al otro, mirando distraído a lo lejos, comprendí también que quien no se aburre no sabe narrar. Pero el aburrimiento ya no tiene cabida en nuestro mundo. Han caído en desuso aquellas actividades secretas e íntimamente unidas a él. Ésta y no otra es la razón de que desaparezca el don de contar historias, porque mientras se escuchan, ya no se teje ni se hila, se rasca o se trenza. En una palabra, pues, para que florezcan las historias tiene que darse el orden, la subordinación y el trabajo. Narrar no es sólo un arte, es además un mérito, y en Oriente hasta un oficio. Acaba en sabiduría, como a menudo e inversamente la sabiduría nos llega bajo la forma de cuento. El narrador es, por tanto, alguien que sabe dar consejos, y para hacerlo hay que saber relatarlos. Nosotros nos quejamos y lamentamos de nuestros problemas, pero jamás los contamos»[1].
Luis Álvarez Falcón
[1] Walter Benjamin. «El pañuelo», en Geschichten und Novellistisches, procedente de Gesammelte Schriften, vol. IV, Suhrkamp Verlag, Frankfurt am main, 1972.
Experiencia y pobreza
Walter Benjamin, 1933
En nuestros libros de cuentos está la fábula del anciano que en su lecho de muerte hace saber a sus hijos que en su viña hay un tesoro escondido. Sólo tienen que cavar. Cavaron, pero ni rastro del tesoro. Sin embargo, cuando llega el otoño, la viña aporta como ninguna otra en toda la región. Entonces se dan cuenta de que el padre les legó una experiencia: la bendición no está en el oro, sino en la laboriosidad. Mientras crecíamos nos predicaban experiencias parejas en son de amenaza o para sosegarnos: «Este jovencito quiere intervenir. Ya irás aprendiendo». Sabíamos muy bien lo que era experiencia: los mayores se la habían pasado siempre a los más jóvenes. En términos breves, con la autoridad de la edad, en proverbios; prolijamente, con locuacidad, en historias; a veces como una narración de países extraños, junto a la chimenea, ante hijos y nietos. ¿Pero dónde ha quedado todo eso? ¿Quién encuentra hoy gentes capaces de narrar como es debido? ¿Acaso dicen hoy los moribundos palabras perdurables que se transmiten como un anillo de generación a generación? ¿A quién le sirve hoy de ayuda un proverbio? ¿Quién intentará habérselas con la juventud apoyándose en la experiencia?
La cosa está clara: la cotización de la experiencia ha bajado y precisamente en una generación que de 1914 a 1918 ha tenido una de las experiencias más atroces de la historia universal. Lo cual no es quizás tan raro como parece.
Entonces se pudo constatar que las gentes volvían mudas del campo de batalla. No enriquecidas, sino más pobres en cuanto a experiencia comunicable. Y lo que diez años después se derramó en la avalancha de libros sobre la guerra era todo menos experiencia que mana de boca a oído. No, raro no era. Porque jamás ha habido experiencias, tan desmentidas como las estratégicas por la guerra de trincheras, las económicas por la inflación, las corporales por el hambre, las morales por el tirano. Una generación que había ido a la escuela en tranvía tirado por caballos se encontró indefensa en un paisaje en el que todo menos las nubes habían cambiado, y en cuyo centro, en un campo de fuerzas de explosiones y corrientes destructoras estaba el mínimo, quebradizo cuerpo humano.
Una pobreza del todo nueva ha caído sobre el hombre al tiempo que ese enorme desarrollo de la técnica. Y el reverso de esa pobreza es la sofocante riqueza de ideas que se dio entre la gente. O más bien que se les vino encima al reanimarse la astrología y la sabiduría del yoga, la Christian Science y la quiromancia, el vegetarianismo y la gnosis, la escolástica y el espiritismo. Porque además no es un reanimarse auténtico, sino una galvanización lo que tuvo lugar. Se impone pensar en los magníficos cuadros de Ensor en los que los duendes llenan las calles de las grandes ciudades: horteras disfrazados de carnaval, máscaras desfiguradas, empolvadas de harina, con coronas de oropel sobre las frentes, deambulan imprevisibles a lo largo de las callejuelas. Quizás esos cuadros sean sobre todo una copia del renacimiento caótico y horripilante en el que tantos ponen sus esperanzas. Pero desde luego está clarísimo: la pobreza de nuestra experiencia no es sino una parte de la gran pobreza que ha cobrado rostro de nuevo y tan exacto y perfilado como el de los mendigos en la Edad Media. ¿Para qué valen los bienes de la educación si no nos une a ellos la experiencia? Y adónde conduce simularla o solaparla es algo que la espantosa malla híbrida de estilos y cosmovisiones en el siglo pasado nos ha mostrado con tanta claridad que debemos tener por honroso confesar nuestra pobreza. Sí, confesémoslo: la pobreza de nuestra experiencia no es sólo pobre en experiencias privadas, sino en las de la humanidad en general. Se trata de una especie de nueva barbarie.
¿Barbarie? Así es de hecho. Lo decimos para introducir un concepto nuevo, positivo de barbarie. ¿Adónde le lleva al bárbaro la pobreza de experiencia? Le lleva a comenzar desde el principio; a empezar de nuevo; a pasárselas con poco; a construir desde poquísimo y sin mirar ni a diestra ni a siniestra. Entre los grandes creadores siempre ha habido implacables que lo primero que han hecho es tabula rasa. Porque querían tener mesa para dibujar, porque fueron constructores. Un constructor fue Descartes que por de pronto no quiso tener para toda su filosofía nada más que una única certeza: «Pienso, luego existo». Y de ella partió. También Einstein ha sido un constructor al que de repente de todo el ancho mundo de la física sólo le interesó una mínima discrepancia entre las ecuaciones de Newton y las experiencias de la astronomía. Y este mismo empezar desde el principio lo han tenido presente los artistas al atenerse a las matemáticas y construir, como los cubistas, el mundo con formas estereométricas. Paul Klee, por ejemplo, se ha apoyado en los ingenieros. Sus figuras se diría que han sido proyectadas en el tablero y que obedecen, como un buen auto obedece hasta en la carrocería sobre todo a las necesidades del motor, sobre todo a lo interno en la expresión de sus gestos. A lo interno más que a la interioridad: que es lo que las hace bárbaras.
Hace largo tiempo que las mejores cabezas han empezado aquí y allá a hacer versos a estas cosas. Total falta de ilusión sobre la época y sin embargo una confesión sin reticencias en su favor: es característico. Da lo mismo que el poeta Bertolt Brecht constate que el comunismo no es un justo reparto de la riqueza sino de la pobreza, o que el precursor de la arquitectura moderna, Adolf Loos, explique:
«Escribo, únicamente para hombres que poseen una sensibilidad moderna. Para hombres que se consumen en la añoranza del Renacimiento o del Rococó, para esos no escribo».
Un artista tan intrincado como el pintor Paul Klee y otro tan programático como Loos, ambos rechazan la imagen tradicional, solemne, noble del hombre, imagen adornada con todas las ofrendas del pasado, para volverse hacia el contemporáneo desnudo que grita como un recién nacido en los pañales sucios de esta época. Nadie le ha saludado más risueña, más alegremente que Paul Scheerbart. En sus novelas, que de lejos parecen como de Jules Verne, se ha interesado Scheerbart (a diferencia de Verne que hace viajar por el espacio en los más fantásticos vehículos a pequeños rentistas ingleses o franceses), por cómo nuestros telescopios, nuestros aviones y cohetes convierten al hombre de antaño en una criatura nueva digna de atención y respeto. Por cierto que esas criaturas hablan ya en una lengua enteramente distinta. Y lo decisivo en ella es un trazo caprichosamente constructivo, esto es contrapuesto al orgánico. Resulta inconfundible en el lenguaje de las personas o más bien de las gentes de Scheerbart; ya que rechazan la semejanza entre los hombres, principio fundamental del humanismo. Incluso en sus nombres propios: Peka, Labu, Sofanti, así se llaman las gentes en el libro que tiene como título el nombre de su héroe: «Lesabendio».
También los rusos gustan dar a sus hijos nombres «deshumanizados»: los llaman «Octubre» según el mes de la revolución, o «Pjatiletka» según el plan quinquenal, o «Awischim» según una sociedad de líneas aéreas. No se trata de una renovación técnica del lenguaje, sino de su movilización al servicio de la lucha o del trabajo; en cualquier caso, al servicio de la modificación de la realidad y no de su descripción.
Volvamos a Scheerbart: concede gran importancia a que sus gentes y a ejemplo suyo sus conciudadanos habiten en alojamientos adecuados a su clase: en casas de vidrio, desplazables, móviles, tal y como entretanto las han construido Loos y Le Corbusier. No en vano el vidrio es un material duro y liso en el que nada se mantiene firme. También es frío y sobrio. Las cosas de vidrio no tienen «aura». El vidrio es el enemigo número uno del misterio. También es enemigo de la posesión. André Gide, gran escritor, ha dicho: «cada cosa que quiero poseer, se me vuelve opaca». ¿Gentes como Scheerbart sueñan tal vez con edificaciones de vidrio porque son confesores de una nueva pobreza? Pero quizás diga más una comparación que la teoría. Si entramos en un cuarto burgués de los años ochenta la impresión más fuerte será, por muy acogedor que parezca, la de que nada tenemos que buscar en él. Nada tenemos que buscar en él, porque no hay en él un solo rincón en el que el morador no haya dejado su huella: chucherías en los estantes, velillos sobre los sofás, visillos en las ventanas, rejillas ante la chimenea. Una hermosa frase de Brecht nos ayudará a seguir, a seguir lejos: «Borra las huellas», dice el estribillo en el primer poema del «Libro de lectura para los habitantes de la ciudad». Pero en este cuarto burgués se ha hecho costumbre el comportamiento opuesto. Y viceversa, el «intérieur» obliga al que lo habita a aceptar un número altísimo de costumbres, costumbres que desde luego se ajustan más al interior en el que vive que a él mismo. Esto lo entiende todo aquel que conozca la actitud en que caían los moradores de esos aposentos afelpados cuando algo se enredaba en el gobierno doméstico. Incluso su manera de enfadarse (animosidad que paulatinamente comienza a desaparecer y que podían poner en juego con todo virtuosismo) era sobre todo la reacción de un hombre al que le borran «las huellas de sus días sobre esta tierra». Cosa que han llevado a cabo Scheerbart con su vidrio y el grupo «Bauhaus» con su acero: han creado espacios en los que resulta difícil dejar huellas. «Después de lo dicho», explica Scheerbart veinte años ha, «podemos hablar de una cultura del vidrio. El nuevo ambiente de vidrio transformará por completo al hombre. Y sólo nos queda desear que esta nueva cultura no halle excesivos enemigos».
Pobreza de la experiencia: no hay que entenderla como si los hombres añorasen una experiencia nueva. No; añoran liberarse de las experiencias, añoran un mundo entorno en el que puedan hacer que su pobreza, la externa y por último también la interna, cobre vigencia tan clara, tan limpiamente que salga de ella algo decoroso. No siempre son ignorantes o inexpertos. Con frecuencia es posible decir todo lo contrario: lo han «devorado» todo, «la cultura» y «el hombre», y están sobresaturados y cansados. Nadie se siente tan concernido como ellos por las palabras de Scheerbart: «Estáis todos tan cansados, pero sólo porque no habéis concentrado todos vuestros pensamientos en un plan enteramente simple y enteramente grandioso». Al cansancio le sigue el sueño, y no es raro por tanto que el ensueño indemnice de la tristeza y del cansancio del día y que muestre realizada esa existencia enteramente simple, pero enteramente grandiosa para la que faltan fuerzas en la vigilia. La existencia del ratón Mickey es ese ensueño de los hombres actuales. Es una existencia llena de prodigios que no sólo superan los prodigios técnicos, sino que se ríen de ellos. Ya que lo más notable de ellos es que proceden todos sin maquinaria, improvisados, del cuerpo del ratón Mickey, del de sus compañeros y sus perseguidores, o de los muebles más cotidianos, igual que si saliesen de un árbol, de las nubes o del océano. Naturaleza y técnica, primitivismo y confort van aquí a una, y ante los ojos de las gentes, fatigadas por las complicaciones sin fin de cada día y cuya meta vital no emerge sino como lejanísimo punto de fuga en una perspectiva infinita de medios, aparece redentora una existencia que en cada giro se basta a sí misma del modo más simple a la par que más confortable, y en la cual un auto no pesa más que un sombrero de paja y la fruta en el árbol se redondea tan deprisa como la barquilla de un globo. Pero mantengamos ahora distancia, retrocedamos.
Nos hemos hecho pobres. Hemos ido entregando una porción tras otra de la herencia de la humanidad, con frecuencia teniendo que dejarla en la casa de empeño por cien veces menos de su valor para que nos adelanten la pequeña moneda de lo «actual». La crisis económica está a las puertas y tras ella, como una sombra, la guerra inminente. Aguantar es hoy cosa de los pocos poderosos que, Dios lo sabe, son menos humanos que muchos; en el mayor de los casos son más bárbaros, pero no de la manera buena. Los demás en cambio tienen que arreglárselas partiendo de cero y con muy poco. Lo hacen a una con los hombres que desde el fondo consideran lo nuevo como cosa suya y lo fundamentan en atisbos y renuncia. En sus edificaciones, en sus imágenes y en sus historias la humanidad se prepara a sobrevivir, si es preciso, a la cultura. Y lo que resulta primordial, lo hace riéndose. Tal vez esta risa suene a algo bárbaro. Bien está. Que cada uno ceda a ratos un poco de humanidad a esa masa, que un día se la devolverá con intereses, incluso con interés compuesto.
Texto «El curso de la experiencia. Walter Benjamin, 1933»
El pensador vagabundo. Estudios sobre Walter Benjamin. Editorial Eutelequia, Madrid, 2011, pp. 67-96.
Luis Álvarez Falcón
«Debe haber un instinto de juego (Spieltrieb), pues el concepto de humanidad no se puede perfeccionar más que por la unidad de la realidad y de la forma, del azar y de la necesidad, de la pasividad y de la libertad».
Schiller. Cartas sobre la educación estética del hombre (1794-1795)
1. En el año 2010, setenta años después de la desaparición de Walter Benjamin, y próximos al cincuenta aniversario de la aparición de sus Illuminationen[1], su inmensa obra ha sido descrita, comentada y examinada desde diferentes instancias, en algunos casos dominadas por la precipitación, por la parcialidad de sus presupuestos teóricos, o por la ausencia de la máxima cautela en sus aproximaciones críticas. Un halo difuso de confusión y perplejidad rodean la figura del pensador alemán. A ello habrá que añadirle una progresiva mitificación de su entorno histórico, cultural y humano. La debilidad de un cierto esoterismo habrá añadido, si cabe, más vaguedad e imprecisión, no sólo a la fascinación ejercida por su influjo biográfico sino, sobre todo, a la trascendencia teórica que habrá supuesto su obra, medio siglo después de su recuperación mediante la edición póstuma de la mayoría de sus escritos, empezando por la Berliner Kindheit un Neunzehnhundert[2]. Su permanente y continua reubicación en la historia del siglo XX es un claro ejemplo de las fluctuaciones y modulaciones del curso del aprendizaje que ha mostrado el mundo de la cultura después de la Segunda Guerra Mundial y en los confines de la tardo-modernidad. A pesar de todo, la máxima de esta sesgada y, en algunos casos, entusiasmada visión de los acontecimientos ya había sido denunciada por el propio autor a lo largo de sus textos. Baste recordar un pasaje emblemático, el final de la Introducción a su tesis de habilitación:
«Solamente un análisis distanciado, y además uno que en principio renuncie a la contemplación de la totalidad, puede conducir al espíritu, mediante un adiestramiento de carácter en cierto grado ascético, a la firmeza que le permita conservar el completo dominio de sí mismo ante el espectáculo de aquel panorama. Y es el curso de dicho adiestramiento lo que aquí se debía describir»[3].
Sin embargo, a menudo tal perspectiva distanciada ha sido reducida por un profuso ruido de fondo que, en la mejor de las ocasiones, ha tenido como resultado un prolijo conjunto de elucubraciones y análisis pormenorizados, ya sean desde la sociología, desde la teoría estética o la crítica literaria, desde la teoría política o desde la filosofía de la cultura y de la historia. Da igual el prisma de aproximación, la cuestión principal será el peligro implícito en los improvisados intentos de resituar el inmenso legado de Walter Benjamin en el azaroso avatar de la historia del pensamiento contemporáneo y en las ortodoxias programáticas del mundo de las ideas. Muchas han sido las denuncias vertidas sobre el estatuto filosófico de la obra de Benjamin. Algunas de las cuales han ocultado deliberadamente el verdadero curso del aprendizaje que el autor siempre se propuso describir. Su condición asistemática y su fragmentariedad, su antisubjetivismo, la deliberada ausencia de un aparato conceptual, su irreductible heterodoxia, su aparente dispersión, la falta de una verdadera condición dialéctica en su pensamiento, son algunas de las múltiples acusaciones que se han esgrimido, bien sea para avivar el influjo de su peculiar fascinación, bien sea para devaluar la crucial trascendencia de un pensamiento cuyo movimiento siempre determinó gravitatoriamente el modo de exposición. No queda ninguna duda de que la obra de Benjamin despierta tanto las más ensalzadas pasiones como las más pervertidas indiferencias, frecuentemente a costa de ignorar, en ambos casos, el verdadero sentido del mencionado curso.
En el análisis que aquí les presentamos, y en lo sucesivo, estableceremos la distancia que exige el requisito de una aproximación a las relaciones esenciales que aparecen en el gran legado benjaminiano, intentando caracterizar el ritmo que se revela en su restauración, esbozando su propia ordenación paratáctica, que se exhibe como consecuencia del propio proceso de reactualización del inacabado movimiento de las ideas, en tanto algo imperfecto y siempre por terminar. En consecuencia, será necesario evitar las digresiones reduccionistas que acaban por ahuyentar el verdadero objeto de estudio, volviendo su realidad esquiva y huidiza, y llegando, necesariamente, a la más pura e infructuosa divagación. Quod nimis probat nihil probat. En esto, reconoceremos la célebre mención del significado de la leyenda de la estatua cubierta de Sais que, al ser desvelada, destruía a quien con ello pensaba averiguar la verdad[4].
A continuación, haremos algunas observaciones preliminares sobre el estatuto de la metodología puramente filosófica. En primer lugar, y tal como nos recuerda el autor, toda investigación ha de enfrentarse necesariamente con el problema de la exposición. Una vez aprehendidos los contenidos fácticos, y obedeciendo a las exigencias didácticas de todo discurso, se impone la urgencia de proceder a la estructuración de los diferentes niveles metodológicos que van a modular cualquier indagación posible. Según la tradición, corresponde a la inventio la producción de la res semántico-extensional, referencial, que es completamente necesaria para que, ya en el ámbito de la dispositio, pueda ser obtenida esta segunda operación. La disposición, según nos recuerda la antigua retórica[5], es la distribución útil de las cosas y de las partes en lugares. Así, la dispositio atenderá a la organización de los contenidos seleccionados; lo cual constituye un factor persuasivo en la retórica tradicional[6]. La dispositio dará las pautas para la organización de los argumentos. Su objetivo será organizar los elementos de la inventio en un todo estructurado en el interior del texto, como materiales semántico-intensionales, produciendo la macroestructura textual.
El tratamiento del ordo es un punto de confluencia y de enriquecimiento recíproco de la teorización retórica, de la teorización poética y de la investigación filosófica. La forma de exposición deberá ser consustancial a toda investigación filosófica. Tal como nos recuerda Benjamin:
«Si la exposición quiere afirmarse como método propiamente dicho del tratado filosófico, sin duda debe ser exposición de las ideas»[7].
Esta exposición deberá ser el resultado de una serie concreta de “procedimientos” que se aproximen al análisis de las diferentes naturalezas del objeto de estudio. Estas aproximaciones nos darán una visión estereoscópica de los diversos momentos que convergen en la unidad del fenómeno que pretendemos abordar. En este sentido, la especificidad de cada «procedimiento» dependerá de los distintos niveles en los que se manifieste el fenómeno de nuestra investigación, y exigirá situarnos en «regímenes de aplicación» heterogéneos que, no obstante, confluirán en una ordenación objetiva virtual. De ahí que, en un segundo lugar, en el ordo essendi, hablemos de «ordenaciones básicas» y, del mismo modo, en el ordo cognoscendi, de «articulaciones conceptuales». El primer concepto será de orden ontológico, mientras que el segundo resultará ser un imperativo de la exposición de las ideas.
Partimos del supuesto de una distinción profunda entre las operaciones que se refieren al orden de los fenómenos, en su estricto aparecer —ordo essendi—, y las operaciones que se refieren al orden del conocimiento, en su justa descripción —ordo cognoscendi—. En la medida en que ambos órdenes se dan en obligada confluencia, cabe hablar de una dualidad de aspectos que convergen en el análisis de los hechos. «Regímenes de aplicación» y «ordenaciones básicas» —ordo essendi— serán operaciones que expresen la realidad de los fenómenos en su mismo aparecer. «Procedimientos» y «articulaciones conceptuales» —ordo cognoscendi— serán operaciones que garanticen la exposición sistemática de los fenómenos así descritos. No debemos de olvidar la vieja leyenda del “Ta phainomena sotsein”, es decir, el rescate de los fenómenos en las ideas.
Siguiendo el sentido clásico que subyace en esta profunda intuición, los conceptos, en tanto mediadores, permitirán a los fenómenos participar de las ideas. Esta función mediadora, tal como nos señala Benjamin, será de gran utilidad para la indagación primordial en la que consiste la filosofía: la exposición de las ideas. La manifestación de éstas, en medio de la realidad empírica, sólo será posible a través de la salvación de los fenómenos y, tal como nos indica el propio autor:
«Pues las ideas no se exponen en sí mismas, sino única y exclusivamente en la ordenación de elementos cósicos que se da en el concepto. Y en cuanto configuración de dichos elementos es como lo hacen ciertamente»[8].
En este sentido, y siguiendo las coordenadas de la metafísica tradicional, en primer lugar, deberíamos intentar delimitar los planos de «inmanencia», de «emergencia» y de «trascendencia» en los que la experiencia se hace posible y, a su vez, exponer la «ordenación básica» de los fenómenos que corresponden a cada uno de estos regímenes —ordo essendi—. En segundo lugar, y a través de la imaginación, deberíamos encargarnos de elaborar los recursos expositivos necesarios, así como los «procedimientos», para cada uno de estos ámbitos. Por último, y a través del entendimiento, deberíamos procurar construir los conceptos procedentes para la «articulación» de dichos ámbitos —ordo cognoscendi—. Dado que en filosofía resulta, cuando menos, discutible la introducción de nuevas terminologías, sería necesario delimitar los «procedimientos» y las «articulaciones conceptuales» que corresponden a cada «régimen de aplicación» y a cada «ordenación básica».
Cada uno de los procedimientos metodológicos expuestos, así como cada uno de los sentidos del curso operatorio circular que acabamos de presentar, dependiendo del «régimen de aplicación» en el que nos situemos y de la «ordenación básica» en la que se exhiban los fenómenos, exigirá una «articulación conceptual» bien diferenciada. Tal como nos recuerda Martin Heidegger[9], haciendo suyas las palabras de Leibniz: «Nihil est sine ratione». Será siempre necesario que haya un fundamento de la conexión de los términos de análisis, y éste tendrá que encontrarse en los conceptos de aquéllos[10]. La proximidad de los fenómenos será el punto de referencia para la formación de los conceptos, permitiendo que lo que aparece, en tanto que «Nihil fit sine causa», se agrupe en torno al orden de las ideas. Todas las formulaciones del problema del método habrán de pasar por la búsqueda de una «articulación conceptual» precisa y definida que rescate los fenómenos en cada uno de sus niveles de exhibición y en cada uno de sus tratamientos. La recolección de los fenómenos incumbirá en este caso a los conceptos. En éstos, la función discriminatoria del intelecto, tal como señalábamos anteriormente, conseguirá un doble resultado: la «salvación de los fenómenos» y la «manifestación de las ideas»[11]. Las ideas no se manifiestan en sí mismas, sino sólo y exclusivamente a través de las diferentes articulaciones, en los conceptos, de elementos pertenecientes al orden de las cosas. En la configuración de estos elementos se expresará el orden de las ideas.
Por otro lado, frente a la parte inicial de todo discurso, que se denomina exordium, y cuya finalidad en la retórica tradicional es ganarse los afectos del auditorio (la captatio benevolentiae), se encuentra el esbozo del plan que va a seguir dicho discurso: la partitio. La estructura de cualquier exposición vendrá determinada por la aplicación de los recursos metodológicos expuestos en este epígrafe. La distribución de las partes, en un intento de salvar la pluralidad de aproximaciones teóricas dentro de una unidad virtual, pretenderá dibujar una ordenación paratáctica. El esbozo así presentado mostrará (por seguir el símil astronómico) la forma de una «constelación», cuyas líneas de sistematización quedarán unidas por la distancia esencial que las separa. Los diversos pliegues, o estratos diferenciados, compondrán la configuración de los fenómenos desde la coordenada definida en la que nos ubicamos. Esta figura resultará de la complexión de sus diversos aspectos, unidos en su separación, como un agregado que muestra su estructura formal en la ausencia de la visión estereoscópica[12] que acompaña a la actitud natural ante los hechos. El diseño de esta “partición” mostrará una «estructura de emplazamiento», en el pregnante sentido castellano de ubicar algo como disponible, es decir, a la mano. A continuación, y una vez delimitadas las premisas de cualquier investigación, deberemos proceder al despliegue sistemático de la argumentación, para terminar después con la exposición sintética de las conclusiones alcanzadas. En esto, como en cualquier especulación que indague en el curso de los fundamentos, deberemos seguir el imperativo de la forma primitiva de todo razonamiento lógico, recordando la máxima leibniziana: «Omne ens habet rationem».
En la medida en que los dos órdenes considerados, el ordo essendi y el ordo cognoscendi, tal como hemos anunciado desde un principio, se dan en obligada confluencia, cabe hablar de una dualidad de aspectos que convergen en toda investigación. De ahí que la arquitectónica que hemos expuesto hasta el momento combine los «regímenes ontológicos de aplicación» y las «ordenaciones básicas» de los fenómenos con los correspondientes «procedimientos» y sus respectivas «articulaciones conceptuales». La correlación entre estos cuatro recursos expositivos nos mostrará la confluencia de los dos órdenes desplegados. En consecuencia, este “andamiaje” quedará dispuesto para exhibir la ‘ordenación’ de los fenómenos de nuestro estudio en cada uno de los ‘niveles’ de realidad en los que se manifiestan, y subordinarlos así a los ‘conceptos’ correspondientes, que son los que llevarán a cabo la descomposición —regressus— de las cosas en sus elementos constitutivos, siempre a través de los respectivos ‘procedimientos’, para retornar, recomponiéndolos cuando sea posible —progressus—, a los puntos iniciales de partida. La filosofía tradicional ha procurado establecer siempre una simetría entre la anábasis y la catábasis, entre el regressus y el progressus. Sin embargo, y tal como Benjamin exhibirá en su discurso, el progressus sólo será posible si previamente llevamos a cabo el regressus. La inventio y la dispositio latinas confluirán con la partitio, definiendo el carácter singular del desarrollo de la forma de exposición de las ideas.
2. En un principio, y tras un atento análisis de los diversos y múltiples comentarios sobre la articulación del pensamiento de Walter Benjamin, pudiera parecer que en sus propias intenciones metodológicas residiera un personal interés por contravenir los supuestos clásicos del modo de exposición propio de la filosofía. Nada más lejos de la realidad y nada más ajeno a sus propias intenciones programáticas. El problema de la exposición será clave para entender la complejidad de su pensamiento. La obra entera de Benjamin quedará atravesada, horadada, por diferentes pasajes, galerías subterráneas que configurarán una tectónica, en cuyos estratos podremos establecer una ordenación de los diferentes niveles de realidad y de los diversos niveles de experiencia. De este modo, habrá que distinguir claramente tres niveles tectónicos:
1º. Nivel de la exposición. Ordenación conceptual. Ordo cognoscendi.
2º. Nivel de los fenómenos. Ordenación básica. Ordo essendi.
3º. Nivel de las ideas. Ordenación virtual. Ordo cognoscendi.
La dificultad de interpretación de la obra de Benjamin, y con frecuencia de todo género de exposición propio de la filosofía, radicará en la transgresión de estos tres niveles y en la ignorancia, deliberada o no, de la íntima resonancia de cada uno de los vértices de esta cadena triangular. No debemos de olvidar que, a su vez, cada uno de estos niveles se estratificará en diferentes planos. De este modo, el nivel de exposición contendrá diferentes articulaciones conceptuales. El nivel de los fenómenos exhibirá distintas capas o estratos que corresponderán a niveles de realidad heterogéneos, dependiendo de los diversos regímenes de aplicación en los que se muestran los fenómenos. El nivel de las ideas contendrá la estructura escalonada y discontinua que constituye la ordenación objetiva virtual del mundo de los fenómenos. La cuestión de fondo será la constatación de que los niveles de experiencia son múltiples. Ahora, entenderemos más claramente la afirmación benjaminiana:
«Las ideas -o, en terminología de Goethe, más bien: los ideales- son las madres fáusticas. Permanecen oscuras en tanto los fenómenos no se les declaran agrupándose a su alrededor. Pero la recolección de los fenómenos es cosa de los conceptos, y el fraccionamiento que en ellos se consuma en virtud del entendimiento diferenciador es tanto más significativo por cuanto cumple dos cosas mediante una y la misma operación: la salvación de los fenómenos y la exposición de las ideas»[13].
Toda esta compleja tectónica de capas, estratos escalonados, niveles, etc., no configurará un sistema, en el sentido decimonónico. El concepto de sistema se articulará por contacto, es decir, atravesará transversal y conceptualmente, eidéticamente en otros términos, los tres niveles propuestos, diferentes, y con ritmos distintos. De ahí que el propio Benjamin advierta del peligro de que la filosofía esté determinada por dicho concepto de «sistema», corriendo el riesgo de acomodarse a un sincretismo que intenta capturar la verdad en una tela de araña tendida entre los conocimientos, «como si aquélla viniera volando de fuera»[14]. Si supongo que los niveles de experiencia están articulados eidéticamente, su arquitectónica se nubla porque pierde su dimensionalidad. La concepción del fenómeno entendido como lo destinado exclusivamente al eidos, proviene una vez más de generalizar lo que ocurre en el proceso de formación de una ciencia, resultando de la concesión injustificada de un privilegio a tal tipo de conocimiento. Benjamin es certero al advertir que esta “universalidad” borrosa típica no es, en definitiva, la universalidad de lo humano. De ahí, la radicalidad de las alternativas propuestas de “doctrina” y de “ensayo esotérico” y, por supuesto, la naturaleza de la “contemplación”. Tanto el mosaico como la contemplación yuxtaponen elementos aislados y heterogéneos[15]. Yuxtaponen, en definitiva, la compleja tectónica de capas que configuran los diferentes niveles de experiencia. La in-humanidad de la universalidad eidética lo es, literalmente, por el hecho de que adecua violentamente el objeto del conocimiento con la verdad. Sin embargo, la verdad, manifestada en la danza que componen las ideas, se resiste a ser proyectada en el dominio del conocimiento. Por ello, Walter Benjamin regresará a la doctrina platónica de las ideas, confirmando que la tesis de que el objeto del conocimiento no coincide con la verdad no dejará de aparecer como una de las más profundas intenciones de la filosofía en su forma original[16]. Ahí, se hará pertinente la aproximación a la naturaleza de la experiencia estética y de la experiencia artística.
Si, lejos de atravesar transversalmente los diferentes niveles expuestos, haciendo uso de una universalidad eidética, nos limitamos a contemplar la yuxtaposición a distancia de los diferentes estratos o capas escalonadas, la visión resultante será la de una “constelación”, sin clausura sistemática, pero con dimensionalidad, y los conceptos permitirán a los fenómenos participar del ser de las ideas. Las ideas serán a las cosas lo que las constelaciones a las estrellas. Los diferentes niveles formarán una imagen estereoscópica. Su íntima relación será una resonancia en la separación, una fuerza gravitatoria que hace que cada uno de ellos, tanto el nivel de las ideas como el nivel de los fenómenos y el de la exposición, se determinen en su distancia, configurando una imagen a pesar del alejamiento propio de cada nivel. De este modo, tanto limitarse a uno solo de los niveles, habitualmente a la forma de exposición y su ordenación conceptual, como intentar deliberadamente generalizar una eidética entre los diferentes estratos, en un intento de sistematización, supondrá, en ambos casos, la deformación aberrante del ser de la verdad (ideas), del ser de las apariencias (fenómenos) y del ser del lenguaje (exposición). La consecuencia, en cualquier caso, va a ser la transgresión de esta constelación paratáctica y, por consiguiente, la confusión y el desconcierto; hecho evidente que ha acompañado siempre al pensamiento de Walter Benjamin, probablemente, por radicalizar en su obra esta tectónica natural del conocimiento y de la realidad.
Del mismo modo que nos cuesta entender que en el cielo estrellado la figura de un carro contiene la visión unidimensional de diferentes astros, separados entre sí por diferentes profundidades de millones de años luz, así parecemos no entender que el orden de las ideas y su relación con los fenómenos y su explicación discursiva configuren una constelación eterna que, al captarse los elementos como puntos de tales constelaciones, los fenómenos queden divididos y salvados al mismo tiempo. Ahora comprenderemos que la verdad no sea una relación intencional, y que el modo adecuado de acercarse a la verdad no sea un “intencionar” conociendo, sino un adentrarse y desaparecer en ella. En consecuencia, Benjamin hablará del “ser de la verdad”, del “ser de las apariencias” y del “ser de los nombres”:
1º. Nivel de la exposición. Ser de los nombres.
2º. Nivel de los fenómenos. Ser de las apariencias.
3º. Nivel de las ideas. Ser de la verdad.
Por un lado, el ser del nombre determina el modo en que las ideas son dadas; por otro lado, el ser de las apariencias no está incorporado a las ideas, sino que son éstas las que constituyen su ordenación virtual. Por último, la recolección de los fenómenos incumbe a los conceptos. En consecuencia, la salvación de los fenómenos, la manifestación de las ideas y la exposición de los conceptos forman un solo e inseparable movimiento dialéctico.
Llegados hasta este extremo parecen derrumbarse algunas de las tesis iniciales, prejuicios arraigados en la obra del pensador alemán. En primer lugar, el pensamiento de Walter Benjamin no es asistemático y fragmentario, en el sentido unidimensional, sino, al contrario, presenta una compleja consistencia tectónica que le da unidad y universalidad, como emergencia de los diferentes niveles y de sus distintos ritmos, más allá de una universalidad eidética, que es gestionada por referencia a otra universalidad, no eidética: la universalidad propiamente humana. De ahí, que sea la experiencia del arte, en todas sus manifestaciones, el lugar paradigmático donde exhibir este movimiento dialéctico. En segundo lugar, el supuesto antisubjetivismo que a Benjamin se le imputa no puede ser entendido más que en el contexto del nivel de la experiencia del mundo vivido, en tanto disolución del sujeto en la universalidad propiamente humana de una comunidad de singulares, no sustantivable, sin embargo, como especie humana, como humanidad en un sentido hipostasiado. Recuérdense algunas referencias a este respecto[17]. En tercer lugar, la acusación de una deliberada ausencia de un aparato conceptual ignora, evidentemente, la relación expuesta entre el nivel de la exposición (ser de los nombres), el nivel de los fenómenos (ser de las apariencias) y el nivel de las ideas (ser de la verdad). La introducción de terminología representará un intento fallido de nominación, en el que la intención tendrá más peso que el lenguaje mismo. Al filósofo le ha de incumbir la restauración del carácter simbólico de la palabra, mediante el que la idea ha de alcanzar conciencia de sí misma: «…tan sólo con una extrema reserva puede el filósofo aproximarse a la usanza propia del pensamiento ordinario consistente en hacer de las palabras conceptos específicos, a fin de asegurarse mejor de ellas»[18]. En cuarto lugar, la imputación de su irreductible heterodoxia choca frontalmente con una fundada ortodoxia en sus propios fundamentos, en sus presupuestos clásicos, la doctrina platónica de las ideas, y en su clara adhesión al sistema kantiano. La defensa del concepto de la autoridad didáctica de la doctrina y de los rasgos propedéuticos del tratado son una consecuencia inmediata de las relaciones esenciales expuestas en el seno de su propio pensamiento. Por último, en cuanto al reproche de su aparente dispersión y de la falta de una verdadera condición dialéctica en su pensamiento, evidencian ambas un soterrado prejuicio que ignora la conjugación y la rítmica de la tectónica de niveles expuesta.
Todo dependerá, pues, del modo de entender el fenómeno, y esta cuestión será crucial para entender el pensamiento de Walter Benjamin. Si entendemos el fenómeno exclusivamente en la vertiente de la esencia, como la existencia de algo extraño que se acaba cuando constatamos su esencia, la manera del proceder benjaminiano es, en efecto, excéntrica y, en algunos momentos, delirante. Pero el eidos tiene también un papel uniformador y de encubrimiento. Tal como hemos dicho, si supongo que los niveles de experiencia están articulados eidéticamente, reduzco la dimensionalidad (constelación) que configuran los diferentes niveles a un solo plano. Sólo si soy capaz de realizar previamente una epojé del eidos en el mundo vivido, semejante y paralela a la epojé fenomenológica, una suerte de epojé estética, sólo entonces podremos atestiguar la efectividad de los diversos niveles de experiencia. De ahí, que sea el ámbito del arte el lugar paradigmático del análisis benjaminiano. Tanto la metafísica como el empirismo tenderán a destruir esta tectónica de niveles. La metafísica, incluyendo en ella la teología, los anulará abatiéndolos sobre un supuesto ser (ser o noúmeno como vestigio de ser) en el límite superior, en el orden de las ideas. El empirismo abatirá estos niveles sobre el límite inferior, entendiendo los fenómenos como el conjunto de datos en cuanto realidades últimas. Por consiguiente, y tal como nos recordaba Goethe en la célebre cita de los Materiales para la historia de la Teoría de los Colores[19], que Benjamin utilizará en la introducción a su tesis de habilitación, aunque la Ciencia excluya lo particular por su irreductible contingencia, la Ciencia y el Arte estarán más próximos que nunca, haciendo posible la objetividad en la pura contingencia y en la particularidad. Ambas, Ciencia y Arte, recorrerán un tramo común, la técnica, y otro en el que van a divergir hacia objetividades traducibles proposicionalmente o hacia singularidades individuales mudas. En el caso del Arte hablaremos de «apropiación» o «absorción»: hay partes de la realidad que quedan literalmente incluidas en el seno mismo de la construcción artística. De ahí que el interés de esta eterna búsqueda sea tan intenso en el estudio de cualquier pequeño fenómeno, por insignificante y banal que en principio pueda llegar a parecer, por ejemplo en el coleccionismo[20], como si fuera el fragmento de un gran mosaico que contiene, o se ha apropiado, a su vez, de la imagen abreviada de un intrincado y vasto escenario que es, en definitiva, la realidad.
3. A continuación, trataremos de describir una de las esenciales líneas de fuerza, o gravitación, sobre la que se reorganiza constelarmente todo el pensamiento de Walter Benjamin. Su influjo se despliega y atraviesa horizontalmente el interior de la tectónica de niveles expuesta, sin constituir por ello un nivel eidético, exterior a esta suerte de articulación paratáctica, pero que, no obstante, puede ser reaplicada en todos los niveles de experiencia, siendo el resultado emergente de la confluencia misma de las ideas, de los fenómenos y de los conceptos. Hablaremos de la naturaleza íntima del curso de la experiencia. Y para ello, utilizaremos tres referencias fundamentales en la obra de Benjamin: Sobre el programa de la filosofía venidera[21] (1918), Prólogo Epistemocrítico [22] (1925) y Experiencia y Pobreza[23] (1933).
Aunque en La metafísica de la juventud, obra que recopila diferentes ensayos escritos entre 1912 y 1916, ya aparece el artículo titulado «Erfahrung», habrá que esperar hasta principios de 1918, año en el que Benjamin entregará a su amigo Gershom Scholem una copia realizada por su propia mujer, Dora Sophie Pollak, de la que será, sin duda, su exposición más programática: «Über das Programm einer kommenden Philosophie». El mismo año, en la Universidad de Berna, en Suiza, el autor obtendrá su licenciatura en Filosofía con su tesis Der Begriff der Kunstkritik in der deutschen Romantik[24]. Tal como hemos indicado en otras ocasiones[25], la atenta lectura de Hermann Cohen, a través de su obra La teoría de la experiencia de Kant[26], que descubrió ese mismo año, coincidiendo con su análisis del periodo del Athenaeum y de las obras de Fichte, Schlegel, Novalis y Schelling, caracterizará el inicio del planteamiento teórico que expondremos a continuación. A su extravagante capacidad para reconciliar las tesis kantianas, las intuiciones románticas y la tradición clásica, habrá que añadir su apasionado anhelo por la lectura de Alois Riegl[27] y György Lukács[28].
Siete años después, en 1925, el mismo año en el que aparecerán, en la Neue Deutsche Beiträge, las «Goethes Walhverwandtschaften»[29], Benjamin fracasará en su intento de conseguir la habilitación en filosofía y literatura en la Universidad de Frankfurt. Sin embargo, el esfuerzo no será infructuoso. Resultado de su tesis sobre El origen del ‘Trauerspiel’ alemán será la introducción titulada Prólogo Epistemocrítico. Sin ninguna duda, se tratará, tal como hemos comentado en un principio, de uno de los escritos más elocuentes del autor, donde se confirmen las sospechas que ya se habían adelantado en El concepto de crítica de arte en el romanticismo alemán y que estarán en clara correspondencia, tal como veremos a continuación, con las tesis vertidas, siete años antes, en «Sobre el programa de la filosofía venidera». No olvidemos que en este momento, y coincidiendo con la atenta lectura de Marcel Proust, Benjamin preparará su viaje a la Unión Soviética.
Casualmente, siete años después, en 1933, el año del ascenso del partido nacional-socialista, y el año del exilio en París, Walter Bernjamin escribirá uno de sus trabajos más inquietantes y más esclarecedores: «Erfahrung und Armut». Aunque el estilo de su redacción y de su exposición será, claramente, distinto a los anteriores, sin embargo, en sus líneas se culminará, con ostentosa patencia, la principal línea de fuerza, o gravitación, de toda la paratáctica constelación de pensamientos que hasta ese momento habían quedado fragmentariamente expuestos a lo largo de su obra. La naturaleza de la experiencia, las relaciones de temporalidad y la concepción de la historia como una institución serán la continuación apropiada de las tesis que, quince años antes, ya habían quedado apuntadas, desde su firme y paradójica adhesión al sistema kantiano, en su concepción de la experiencia y del conocimiento. El año 1933 marcará el final de un derrotero teórico cuyo curso habrá quedado trazado por la propia absorción fáctica y por la natural reordenación del movimiento de las ideas a lo largo de toda su producción intelectual. De este modo, bajo el aparente diagnóstico de un momento vital e histórico se ocultan las consecuencias de una reflexión radicalmente filosófica, cuyo regressus representa una fina aproximación a los fenómenos, determinada a su vez por los fenómenos mismos, en lo que, y malgré lui, podríamos calificar como una descripción fenomenológica en el límite.
Las tres citadas referencias, Sobre el programa de la filosofía venidera (1918), Prólogo Epistemocrítico (1925) y Experiencia y Pobreza (1933), han sido sobradamente comentadas y analizadas en los últimos veinte años, a partir de la progresiva recuperación de la obra de Benjamin. Sin embargo, aquí nos detendremos en esa angulosa línea de fuerza, o de gravitación, que atraviesa horizontalmente los diferentes niveles de exposición, de los fenómenos y de las ideas, no sólo de los tres mencionados escritos, sino de todo el resto de su producción filosófica. Es lo que denominaremos a partir de ahora: las modulaciones del curso de la experiencia[30]. Hacemos mención a un problema eminentemente filosófico, cuyo origen gnoseológico trasciende los límites de la metafísica, determinando un vasto campo directo de aplicación en el que se encuentran otros territorios más débiles, difusos y fronterizos que giran en torno a la antropología, la moral, la política, el arte o la psicología. Mantendremos, de aquí en adelante, que esta aguda cuestión no está explicitada sistemáticamente a lo largo de la obra de Benjamin, como tampoco lo están otras muchas cuestiones, sino que es el resultado emergente de una determinada forma de aproximación conceptual a los fenómenos y de su absorción fáctica, así como del movimiento resultante de su ordenación objetiva virtual en las ideas, en cuanto interpretación objetiva de los fenómenos. Por consiguiente, en raras ocasiones el propio Benjamin pondrá en evidencia manifiestamente este problema, aunque de hecho todo su pensamiento orbite alrededor de esta potente intuición.
¿Y en qué consiste este fenómeno? ¿Cómo podemos ordenarlo en el nivel de las ideas? ¿Qué recursos expositivos evidencian su presencia a lo largo de un discurso de más de quince años? Será en 1933, en el inicio de la incertidumbre y de la adversidad, cuando Walter Benjamin aproxime, con cierta urgencia, su reflexión sobre los ámbitos de la antropología, de la moral y de la política, permitiendo exhibir con brillante crudeza los mecanismos básicos que hacen posible un curso regresivo en el movimiento natural de la experiencia. Hasta ese momento Benjamin no había hecho explícito que el propio rescate de los fenómenos estaba sujeto a la debilidad en los dinamismos propios de la subjetividad y que, por lo tanto, una declarada fragilidad amenazaba las condiciones que hacen posible la experiencia, en todos sus aspectos. La latencia de la guerra de 1914 y la inminencia del totalitarismo harán bascular las apariencias en torno a una idea medular. Progresivamente, y ante la posibilidad más extrema, la naturaleza misma de la experiencia nos irá mostrando el decorado de un gigantesco e inextricable reverso, donde la modificación del propio proceso de conocimiento, como si de una galvanización se tratase, llevará consigo un cambio en el proceso de experiencia. Citaremos aquí un fragmento ya clásico en esta discusión:
«…El arte de narrar está acabado. Es cada vez más raro encontrar a personas que sean capaces de contar algo bien. Es cada vez más habitual que la propuesta de contar historias cause embarazo entre los presentes. Es como si nos hubieran arrancado una facultad que nos parecía inalienable, casi lo más seguro: la facultad concreta de intercambiar experiencias. Una de las causas de este fenómeno nos resulta evidente: la cotización de la experiencia se ha derrumbado, y todo nos indica que va a seguir cayendo»[31].
La “caída del curso de la experiencia” parece constituir uno de los elementos más decisivos en la problemática benjaminiana del periodo que va desde el año 1933 hasta el año 1936. La “pobreza de experiencia”, la Erfahrungsarmut, el “pauperismo”, el Armseligkeit, no nos remitirá, únicamente, a un determinado contexto histórico, caracterizado por un cierto pesimismo antropológico. Muy al contrario. La obra de Benjamin, desde 1918, nos mostrará, en primer lugar, que este problema es recurrente, de manera latente e implícita, en la mayor parte de sus ensayos; en segundo lugar, que su origen es radicalmente gnoseológico, aunque se extienda, necesariamente, a los ámbitos de la ontología, de la antropología, de la moral, de la política y, por supuesto, al ámbito de la estética; por último, que lejos de representar el presagio de una lucidez apocalíptica ante un contexto de crisis, supone, más bien, una advertencia positiva que caracteriza a la propia naturaleza humana en una ansiada promesa de felicidad; un ofrecimiento a la mano de los hombres. De este modo, paradójicamente, tal diagnóstico contendrá, en su propio ánimo trágico, herencia de un romanticismo industrial, la fascinación stendhaliana de esta promesa; insólita esperanza que para el pensador terminará en Portbou.
En el año 1933, Walter Benjamin preferirá hablar del arquitecto Adolf Loos, del escritor Paul Scheerbart y del pintor Paul Klee, y sin embargo, no debemos de olvidar que al año siguiente, en 1934, en el contexto de la Zeitschrift für Sozialforschung, hace ya setenta y seis años, publicará su perturbador artículo «Das Kunstwerk im Zeitalter seiner technischen Reproduzierbarkeit»[32], reflexionando en torno a las nuevas formas de experiencia estética y su potencial, enorme y desconocido, para un predominio de la función pública de la obra de arte. El carácter aurático de la obra de arte tradicional, clásica, será eliminado por la reproducción técnica. La reproducción técnica, de alguna manera, neutralizará esa distancia infinita, acercando el «artefacto» al espectador. Con las ‘técnicas de reproducción’, la obra de arte se convertirá en un mero objeto manipulable, a través del cual el espectador mismo puede tener una relación cotidiana más activa, pero más pobre, en el sentido de que la experiencia ya no queda limitada a la pura recepción pasiva, sino que es la actividad misma la que depaupera la experiencia originaria del arte. Se trata de mostrar el desplazamiento del ‘valor cultural’ que tenía lo aurático, tanto en las sociedades tradicionales como en las modernas, al ‘valor de pura exhibición’ que trae la reproducción técnica. Será el “fetichismo de la mercancía”, los indiscretos pasajes de París en el siglo XIX, las casas de vidrio de Loos o de Le Corbusier, el ensueño del ratón Mickey. En ésta nueva experiencia, el centro ya no estará en la obra misma, ni tampoco en la pura subjetividad del espectador, sino que se ubicará en el punto de intersección entre ambos[33].
La devaluación de esta experiencia, es decir, la pérdida del «Aura», degenerará en furor, y los mismos procedimientos modificarán la percepción al servicio de la más cruda reacción. El ritual, que servía de cinturón protector, dará paso a la peligrosa manipulación de la experiencia. Allí donde debería vivirse la realización y el contacto irrepetible y único del ser humano con los ‘objetos’ del mundo, encontraremos ahora la suplantación, la masificación y el asalto visual, propios de una cultura del barbitúrico y del shock sensorial, centrada en lo que Epicuro llamó placeres cinéticos, ahora desligados de los mecanismos propios de la propia experiencia del arte y manipulados a favor de la radical administración de la conciencia humana[34]. La “ruina” de la experiencia será una ruina previa del “yo”, que ha sustituido las condiciones de experiencia por la saturación mecánica y formal, configurada bajo una nueva organización del tiempo y del espacio. Vivir en la pérdida será experimentar una «pobreza de experiencia» o una «pobreza en experiencia» (Erfahrungsarmut, Armut an Erfahrung), o quizá una «pobreza en experiencias de humanidad» (Armut […] an Menschheitserfahrungen). El origen de tal carencia, desde la fuente misma de los dinamismos más primitivos del conocimiento, se exhibirá en los diferentes ámbitos de experiencia y, de modo indirecto, en sus efectos: una incapacidad en la que no somos capaces de comunicar lo que nos ocurre, una impotencia para entender y transmitir los saberes que se han acumulado a través de generaciones, nuestra ineptitud para evocar en común los acontecimientos del mundo, pequeños o grandes, próximos o lejanos, insólitos o cotidianos. La caída del curso de la experiencia, tal como aparecerá en «El narrador». Consideraciones sobre la obra de Nicolái Léskov, se mostrará en la transmisión del conocimiento, que tenderá a un nuevo nivel inferior, en el cual tanto la imagen del mundo exterior como la imagen del mundo moral habrán sufrido una devaluación que nunca se hubiera creído posible; una inflación por pura saturación[35]. La gente volverá muda del campo de batalla. Un acontecimiento puramente fenomenológico tendrá aquí su máxima expresión. Hablaremos de una radical transformación de nuestra comprensión del tiempo, como si no tuviéramos ninguna posibilidad de mostrar la manera en la que las cosas toman lugar en la duración misma.
4. En el periodo 1933-1936, coincidiendo con el declive histórico de los acontecimientos políticos, la dinámica expuesta en las condiciones que hacen posible la experiencia, su provisión y su transmisión, quedarán patentes implícita y explícitamente en el discurso benjaminiano. La modulación de la temporalidad misma, en su ensanchamiento fenomenológico, supondrá la determinación de una especial relación con la historia, con el mundo, con los otros y con nosotros mismos; una relación definida por una especial forma de ruptura o de negación del tiempo, en definitiva, una relación en la que dominará casi exclusivamente la inmediatez, la proximidad y la univocidad, en detrimento de la «lejanía», de la alusión y de la expectativa. La rarefacción del tiempo de la espera traerá la desaparición del espacio común, o a la inversa[36]. Una tesis radical estará en el fondo de la línea de gravitación que hemos definido de un modo dialécticamente negativo. La modulación del curso de la experiencia, su devaluación y caída, obedecerán a un dinamismo regresivo por saturación. La paradoja, aunque intuitivamente comprensible de suyo, delimitará una especie de función parabólica característica tanto de la propia vida natural como de la vida intencional. Ésta será la gran intuición de Walter Benjamin, emergencia del propio movimiento gravitatorio de sus ideas, del rescate de los fenómenos sobre los que orbitan y de la forma de aproximación expositiva de sus textos. En definitiva, habrá que admitir una relación esencial entre los fenómenos mismos y las ideas; relación que aparecerá en latente resonancia a través de toda su producción filosófica: la pobreza tiene que ver, evidentemente, con la pérdida o privación, pero también es, por las mismas razones, el signo de una repleción, de una abundancia, de un desbordamiento, de un exceso, de una saturación.
Esta radical consideración trascenderá los textos del periodo 1933-36, y podremos remontarnos hasta el año 1925, e incluso hasta el año 1918, justo después del desastre de la Primera Guerra Mundial. Ya en el periodo de 1912-1916, cuando aparece el citado artículo titulado «Erfahrung», Benjamin había delimitado una concepción negativa de la experiencia asociada a la del cansancio propio de la edad adulta. Sin embargo, será en 1925, en su malograda tesis de habilitación, Ursprung des deutschen Trauerspiels, cuando Benjamin ponga en ejercicio este argumento, absorbiendo el contexto fáctico del Barroco y del Teatro como si fuera, realmente, un banco de ensayo donde demostrar la impresionante galvanización que se produce cuando los fenómenos y las ideas se conjugan en la distancia para exhibir, de un modo sorprendente, su rítmica en el orden de la exposición. En su citada «Introducción», Prólogo epistemocrítico, un desconcertante exordio irá emplazando los ejes medulares de una gran constelación. Recordemos uno de sus pasajes:
«Para la verdadera contemplación, en cambio, el apartamiento del procedimiento deductivo va ligado a un retorno cada vez más hondo, cada vez más ferviente, a los fenómenos…»[37].
En esta afirmación podremos comprobar, paradójicamente, lo que en principio pudiera parecer una contradicción: el carácter positivo que conllevará la modulación de la experiencia y su carácter regresivo. La concepción heterónoma de la experiencia estética, que había expuesto al tratar del Barroco y del Trauerspiel, tendrá más adelante su culminación en el modelo de civilización del capitalismo industrial tras la primera gran derrota del proletariado. La comprensión del carácter efectivo del Barroco será clave para exhibir la cuestión de fondo. Frente a una concepción autónoma de la experiencia estética, como reflejará más adelante el programa de T.W. Adorno, los contextos de heteronomía en el arte serán un paradigma de esta aparente contradicción. El Barroco estará sometido a instancias externas, la propaganda religiosa, el dominio político, la escenificación conmovedora, el engaño y el trampantojo, y a instancias internas, las razones técnicas, la saturación formal, la exuberancia de recursos plásticos, el “efectismo”, etc. El Barroco acometerá su tarea de derivar la universalidad, teórica o moral, de la pura forma.
Con los mismos planteamientos que ya había denunciado Platón en la República, el procedimiento trágico del Barroco es, en principio, rechazable porque, a diferencia de la epopeya que desvela la realidad, la tragedia la simula, la mimetiza. En esa mímesis el autor desaparece tras los personajes, y estalla la acción directa. No hay entonces jerarquía entre lo sensible y lo inteligible, y el análisis plástico contaminará necesariamente los resultados que se originan al cortocircuitar el rodeo del logos. Sin embargo, paradójicamente, aunque esta interrupción, o suerte de epoché, se base en el cortocircuito de los dinamismos racionales, en la interrupción del proceso ordinario de experiencia, sin embargo, la experiencia del Barroco será de una máxima efectividad y difusión. Otro tanto ocurrirá en otros períodos de máxima heteronomía, desde el arte soviético hasta el arte fascista. El análisis trágico será un claro ejemplo del rodeo que transita de las apariencias a los fenómenos, pero sin pasar por las Ideas, modulando, claramente, el propio curso de la experiencia a través de una compleja peripecia. En el caso de Platón el procedimiento lógico será legítimo (gnêsion), mientras que el plástico será bastardo[38]. La modulación del curso de la experiencia, que a través de la técnica (construcción de apariencias) nos muestra ejemplarmente la experiencia del arte, exhibe tanto un peligro como una esperanza para la subversión, diversión y emancipación, permitiendo la recuperación de lo general en lo singular, mediante la simulación de la ficción y el mito.
Tal como el propio Heidegger señalará en el curso de 1935, publicado en 1953 con el título de Introducción a la Metafísica[39], y en el curso de 1942, El himno de Hölderlin: el Ister[40], habrá más verdad en la tragedia que en la historia, puesto que en la tragedia hay una universalidad que no deriva de la teoría, sino de la poiesis: una universalidad no-eidética. Mientras que una teoría efectúa un tipo de totalización eidética, por anticipado, la poiesis totaliza retrospectivamente, administrando el curso del tiempo. Para Benjamin el orden daimónico mítico sobre el que incide la tragedia será el de la ambigüedad en tanto que indiferencia a la verdad o al error; operará una transformación por ruptura de un orden de pensamiento. La ironía trágica será un claro exponente de esta ruptura paradójica, que usando recursos para interrumpir el curso racional de la experiencia, sin embargo, amplía este curso, constituyendo una promesa de esperanza contra la radical administración, en las sociedades industrializadas, del tiempo, de la historia y del ser humano.
Dos paradojas serán planteadas por Walter Benjamin. Por un lado, frente a la tragedia como marco donde suceden los sacrificios para el mantenimiento del orden de la comunidad, el castigo del héroe será un castigo autoimpuesto. El héroe castigado, o autosacrificado, estará condenado a la soledad; un territorio de nadie, donde no ejercen su influencia ni las viejas leyes ni las nuevas que devienen de su intervención. El destino del héroe será el destino de la libertad. Por otro lado, la segunda paradoja vendrá impuesta por el silencio del héroe que, más tarde, terminará engendrando la palabra racional. Este silencio, que terminará justo en el momento de la muerte, constituirá la ironía trágica. Ese silencio será para Walter Benjamin el origen mismo del Logos. A partir de la destrucción del mito, el silencio del héroe dará origen al lenguaje racional. Por consiguiente, paradójicamente, tanto el silencio trágico como la ironía trágica constituirán el origen de las posibilidades del despliegue lógico. Este “despliegue” será la respuesta de la propia “comunidad” como gratitud ante el sacrificio. A su vez, ambas paradojas tendrán su confluencia. Este fármaco voluntario, por el que acontece el lenguaje, consumará la metamorfosis trágica, y en la filosofía del futuro resonarán los rastros de la tragedia, y la filosofía de la tragedia quedará fosilizada como ruido de fondo, constituyendo, más bien, la tragedia de la filosofía[41].
La paradójica naturaleza del Trauerspiel será un evidente ejemplo del modo de exposición benjaminiano. Su distancia a los fenómenos exigirá pivotar sobre las líneas de fuerza que envuelven la poderosa gravitación de sus ideas. En efecto, la ironía expuesta en ambas paradojas, en primer lugar, la soledad, fruto del castigo y origen de la libertad, y en segundo lugar, el silencio, origen de la palabra, nos mostrarán el potente poder de seducción que envuelve a los contextos de heteronomía, en los que el dominio administrado del curso de la experiencia entraña, paradójicamente, dos posibilidades antagónicas: la pérdida de libertad o la promesa de felicidad. Ambas posibilidades exigirán una transgresión en el curso ordinario de la experiencia. Ambas “pobrezas” (Erfahrungsarmut), ambas carencias, la soledad y el silencio, serán el signo de dos realizaciones plenas, de dos culminaciones por exceso: la libertad y la palabra. Así, tal como nos recuerda el primer estásino de la Antígona: «nada más terrible (deinoteron) que el hombre». Lo inquietante (deinon) será el choque entre la ilimitación original del ser y la estructuración poderosa, pero arbitraria (gewalttätig), de la techné humana.
Serán siete años antes, a principios de 1918, cuando Benjamin exponga el inicio de este curso. En el manuscrito que la propia Dora Sophie Pollak copió, y que Benjamin entregó a Scholem, en Berna, a principios de 1918, además de su clara adhesión al sistema kantiano y de la sabia advertencia de las insondables posibilidades de la tercera Crítica, nos mostrará, de una manera casi sistemática, la profunda intuición sobre la naturaleza del curso de la experiencia. Tanto la certeza del conocimiento como la dignidad de una experiencia que es, por esencia, pasajera, efímera y fugaz, sometida a los vaivenes y las fluctuaciones de la propia subjetividad, serán los problemas sobre los que pivote una propuesta radical y última; invitación que es, en definitiva, la misma que Benjamin desarrollará a lo largo de los quince años posteriores:
«La tarea de la futura teoría del conocimiento, en lo que hace al conocimiento, es encontrar la esfera de total neutralidad en relación con los conceptos de objeto y de sujeto; o, en otras palabras: buscar la esfera autónoma propia del conocimiento en que este concepto ya no se refiera en modo alguno a la relación entre dos entidades metafísicas»[42].
Este célebre fragmento nos anunciará la exigencia de un nuevo concepto de experiencia o, más bien, de la necesaria modulación del curso de la experiencia; condición, por otra parte, necesaria para abarcar regiones cuya sistematización efectiva no logró ni el propio Kant ni el resto de la filosofía contemporánea, porque, en definitiva, su sistematización efectiva irá en claro detrimento del propio curso que hace posible esta experiencia. El propio Benjamin hará una curiosa mención expresa a la ortodoxia fenomenológica, es decir, a la de las Ideas de 1913, la Lógica de 1929, la Krisis de 1936, y como mucho, las Meditaciones de 1939, puesto que él mismo no conocerá los desarrollos posteriores, sin embargo, sus intenciones programáticas rozarán las posteriores intenciones de una fenomenología que, in exercito, ya se advierte en los motivos mismos de sus exposiciones. Cómo se comporte el concepto psicológico de conciencia frente al concepto de un dominio de conocimiento puro, sigue siendo para el autor, uno de los problemas fundamentales de la filosofía: «Aquí se localiza el lugar lógico de muchos problemas que la fenomenología ha vuelto a plantear recientemente»[43].
A lo largo de su orden de exposición, especialmente sistemático, y en este sentido, exotérico, volveremos a encontrar el dictum kantiano por debajo de la línea gravitatoria principal. Un “viejo” concepto de experiencia, “concepción del mundo”, se enfrentará con la exigencia de la aparición adecuada de una especie nueva y superior de experiencia futura. En este sentido, un concepto superior de experiencia esperará su advenimiento entre aquella experiencia que jamás y nunca podrá conducir a verdades metafísicas y aquella teoría del conocimiento que aún no ha podido determinar el lugar lógico de la investigación metafísica. La “remitologización” sublimada de la subjetividad anunciará la necesaria “asubjetivización” que, en los mismos términos, llevará a cabo años después otro de los parias, Jan Patočka, en El movimiento de la existencia humana[44]. Los cambios sufridos en el curso de la experiencia quedarán sujetos a las modificaciones que sufra la naturaleza del conocimiento, teniendo su repercusión directa y alterando radicalmente la libertad del ser humano. De ahí que la propuesta de Walter Benjamin, ese vertiginoso descenso al Maelström que exige el nuevo curso de la experiencia, sea, en última instancia, una promesa futura de felicidad y esperanza, cuyo sacrificio reclame necesariamente un doloroso abandono, una pobreza última y definitiva: una negra leche del alba[45].
[1] Benjamin, W. Illuminationen – Ausgewählte Schriften. Suhrkamp Verlag, Frankfurt am Main, 1974.
[2] Benjamin, W. Berliner Kindheit un Neunzehnhundert. Suhrkamp Verlag, Frankfurt am Main, 2000. Traducción al español: Infancia en Berlín hacia el mil novecientos, en Obras, Libro IV, Vol. 1, Adaba Editores, Madrid, 2010. pp. 177-247
[3] Benjamin, W. Ursprung des deutschen Trauerspiels. Suhrkamp, Frankfurt am Main, 1963. Traducción al español: El origen del Trauerspiel alemán, en Obras, Libro I, Vol. 1, Adaba Editores, Madrid, 2006. p. 257.
[4] Benjamin, W. op. cit., p. 232.
[5] Quintiliano, M. F. Institutio oratoria, 7, 1, 1-2. Ed. de M. Winterbottom. 2 vols. Oxford University Press, 1970. Traducción al español de I. Rodríguez y P. Sandier. 2 vols., Hernando, Madrid, 1987.
[6] Ciceron. Herennium de ratione dicendi (Rhetorica al Herennium). Anónimo. Edición bilingüe (latín-inglés) de H. Caplan. Londres-Cambridge, Mass, Heinemann y Harvard University Press 1964, 1968. Traducción al español en Cicerón, Obras completas, de M. Menéndez Pelayo. Hernando, Madrid, tomo I, 1924. Edición bilingüe (latín-francés) de G. Achard. Les Belles Lettres, París 1989. Edición bilingüe (latín-español) de J. F. Alcina. Bosch, Barcelona, 1991.
[7] Benjamin, W. op. cit., p. 225.
[8] Benjamin, W. op. cit., p. 230.
[9] Heidegger, M. Der Satz vom Grund. Günther Neske Verlag, 1991.
[10] Heidegger, M. El principio de razón, en Molinuevo, J. L. ¿Qué es filosofía? Narcea, Madrid, 1980; p. 71.
[11] Benjamin, W. op. cit., p. 229.
[12] De estereo-, y -scopio. m. Aparato óptico en el que, mirando con ambos ojos, se ven dos imágenes de un objeto, que, al fundirse en una, producen una sensación de relieve por estar tomadas con un ángulo diferente para cada ojo. (DRAE)
[13] Benjamin, W. op. cit., p. 231.
[14] Cf. op. cit., p. 224.
[15] Cf. op. cit., pp. 224-225.
[16] Cf. op. cit., p. 226.
[17] Cf. op. cit., pp. 236-237.
[18] Cf. op. cit., p. 235.
[19] Goethe, J. W. von. Sämtliche Werke, ed. Eduard von der Hellen, Stuttgart-Berlín, 1907 y ss., vol. 40: Schriften zur Naturwissenschaft, II; pp. 140-141.
[20] Benjamin, W. Eduard Fuchs: Coleccionista e Historiador, en Obras, Libro II, Vol. 2, Adaba Editores, Madrid, 2009, pp.68-109.
[21] Benjamin, W. «Über das Programm einer kommenden Philosophie», Gesammelte Schriften Bd. II, pp. 157-171 Traducción al español: Sobre el programa de la filosofía venidera, en Obras Libro II, vol.1, Adaba Editores, Madrid, 2007, pp.162-175.
[22] Benjamin, W. Ursprung des deutschen Trauerspiels, ed. R. Tiedemann, Suhrkamp Verlag, Frankfurt am Main, 1963. Traducción al español: El origen del Trauerspiel alemán, en Obras, Libro I, Vol. 1, Adaba Editores, Madrid, 2006. p. 223-257.
[23] Benjamin, W. «Erfahrung und Armut» en Gesammelte Schriften, edición de R. Tiedemann y H. Schweppenhäuser, Suhrkamp, Frankfurt, 1972-1985, vol. II, 1, p. 213-214. Traducción al español: Experiencia y pobreza, en Obras Libro II, vol.1, Adaba Editores, Madrid, 2007, pp.216-221. Acerca de este artículo es fundamental el análisis de Daniel Payot, «Pauvreté et Expérience», en Après l´Harmonie, Ed. Circé, Belfort, 2000; pp. 13-41.
[24] Benjamin, W. Der Begriff der Kunstkritik in der deutschen Romantik, Suhrkamp Verlag, Frankfurt am Main, 1974. Traducción al español: El concepto de crítica de arte en el romanticismo alemán. en Obras, Libro I, Vol. 1, Adaba Editores, Madrid, 2006. p. 7-122.
[25] Vid. Álvarez Falcón, L. Realidad, arte y conocimiento. La deriva estética tras el pensamiento contemporáneo, Ed. Horsori, Barcelona, 2009; pp. 123-140.
[26] Cohen, H. Kants Theorie der Erfahrung Ferd. Dummler’s Verlagsbuchhandlung Harrwitz und Gossmann, Berlin, 1871.
[27] Riegl, A. Die Entstehung der Barockkunst in Rom, Verlag von Anton Schroll & Co, Wien, 1908.
[28] Lukács, G. El alma y las formas. Teoría de la novela, trad. de Manuel Sacristán, Grijalbo, México, 1985.
[29] Benjamin, W. «Goethes Walhverwandtschaften», en Gesammelte Schriften, vol. I. Suhrkamp Verlag, Frankfurt am Main, 1974; p. 831. Traducción al español: «Las afinidades electivas» de Goethe, en Obras, Libro I, Vol. 1, Adaba Editores, Madrid, 2006. p. 123-216.
[30] Vid. Álvarez Falcón, L. «La aporía del Arte: hipertrofia del entendimiento y represión de la sensibilidad», en Fedro, Revista de estética y teoría de las artes, nº 5. Universidad de Sevilla. Sevilla, 2006.; «Sobre la consonancia virtual y la degradación de la experiencia», en Filosofía y realidad virtual, Prensas Universitarias de Zaragoza, Zaragoza, 2007, pp. 467-482; «Regresión de la experiencia y génesis del sentido: Maurice Merleau-Ponty y Emmanuel Levinas», en Revista RIFF-RAFF, Zaragoza, 2008 y «Saturación formal y efectividad estética: presupuestos en la teoría estética contemporánea», en A Parte Rei, Revista de Filosofía, nº 55, Enero 2008. http://serbal.pntic.mec.es/~cmunoz11/falcon55.pdf
[31] Benjamin, W. El narrador. Consideraciones sobre la obra de Nicolái Léskov, en Gesammelte Schriften, op. cit., vol. II, 2. Traducción al español: en Obras Libro II, vol. 2, Adaba Editores, Madrid, 2009, p. 41.
[32] Benjamin, W. «Das Kunstwerk im Zeitalter seiner technischen Reproduzierbarkeit», en Gesammelte Schriften, vol. I-3. Suhrkamp Verlag, Frankfurt am Main, 1974; p. 1003. Traducción al español: La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, en Obras Libro I, Vol. 2, Adaba Editores, Madrid, 2008. Traducción al francés: L´oeuvre d´art à l´époque de sa reproductibilité technique. Editions Gallimard, Paris, 2000.
[33] Vid. Álvarez Falcón, L. Realidad, arte y conocimiento. La deriva estética tras el pensamiento contemporáneo, Ed. Horsori, Barcelona, 2009; p. 129.
[34] Vid. Álvarez Falcón, L. «La aporía del Arte: “hipertrofia” del entendimiento y “represión” de la sensibilidad», en Fedro, Revista de estética y teoría de las artes, Universidad de Sevilla, Sevilla, 2006; pp. 50-75.
[35] Vid. Álvarez Falcón, L. «Saturación formal y efectividad estética: presupuestos en la teoría estética contemporánea», en A Parte Rei, Revista de Filosofía, nº 55, Enero 2008. <http://serbal.pntic.mec.es/~cmunoz11/falcon55.pdf> y «Sobre la consonancia virtual y la degradación de la experiencia», en Filosofía y realidad virtual, Prensas Universitarias de Zaragoza, Zaragoza, 2007.
[36] Vid. Payot, D. «Pauvreté et Expérience», en Après l´Harmonie, Ed. Circé, Belfort, 2000; p. 34.
[37] Benjamin, W. Ursprung des deutschen Trauerspiels, ed. R. Tiedemann, Suhrkamp Verlag, Frankfurt am Main, 1963. Traducción al español: El origen del Trauerspiel alemán, en Obras, Libro I, Vol. 1, Adaba Editores, Madrid, 2006. p. 242.
[38] Platón. Fedro 276a, 278b.
[39] Heidegger, M. Einführung in die Metaphysik, Max Niemeyer, Tübingen, 1953; Gesamtausgabe, vol. 40, 1983. Traducción al español: Introducción a la metafísica, Gedisa Ed., Buenos Aires, 2001.
[40] Heidegger, M. Erläuterungen zur Hölderlins Dichtung, Frankfurt am Main, 1963.
[41] Vid. Richir, M. La naissance des dieux, Hachette, Paris, 1998.
[42] Benjamin, W. «Über das Programm einer kommenden Philosophie», Gesammelte Schriften Bd. II, pp. 157-171 Traducción al español: Sobre el programa de la filosofía venidera, en Obras Libro II, vol.1, Adaba Editores, Madrid, 2007, p.167.
[43] Benjamin, W. op. cit., p. 167.
[44] Patočka, J. «El subjetivismo de la fenomenología husserliana y la exigencia de una fenomenología asubjetiva», en El movimiento de la existencia humana, Ed. Encuentro, Madrid, 2004.
[45] Celan, P. «Fuga de la muerte», en Obras completas, trad. J. L. Reina Palazón, Editorial Trotta, Madrid, 2007.