[Los intelectuales ante la guerra. Video presentación].
[Conferencia pronunciada en el X Congreso de la Sociedad Hispánica de Antropología Filosófica (SHAF), Guerra y Paz: perspectivas filosóficas, Universidad de Alicante, 2012. Texto íntegro. «Universalidad y contingencia: la doble inconmensurabilidad de lo humano«, publicado en EIKASIA, Revista de filosofía, núm. 50, julio 2013].
Hay un cuadro de Klee llamado Angelus Novus. En ese cuadro se representa a un ángel que parece a punto de alejarse de algo a lo que está mirando fijamente. Los ojos se le ven desorbitados, la boca abierta y las alas desplegadas. Este aspecto tendrá el ángel de la historia. Él ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde ante nosotros aparece una cadena de datos, él ve una única catástrofe que amontona ruina tras ruina y las va arrojando ante sus pies. Bien le gustaría detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo destrozado. Pero, soplando desde el Paraíso, la tempestad se enreda entre sus alas, y es tan fuerte que el ángel no puede cerrarlas. La tempestad lo empuja, inconteniblemente, hacia el futuro, al cual vuelve la espalda, mientras el cúmulo de ruinas ante él va creciendo hasta el cielo. Lo que llamamos progreso es justamente esta tempestad.
Walter Benjamin. Sobre el concepto de historia, Obras I, 2, p. 310
- La noción de «Guerra»
En el manido y perverso adagio latino “Si vis pacem, para bellum”, que Flavio Vegecio escribiera a finales del siglo IV, en su Epitoma rei militaris, se exhibe la confusión paradójica que desde el occidente romano ha caracterizado a la noción de «Guerra». Los fenómenos del «conflicto» y la «armonía» han sido habitualmente comprendidos e interpretados desde unas categorías planas y horizontales, atravesadas en la mayor parte de los casos por diferentes sistematizaciones y por las articulaciones propias de las grandes ideologías del pensamiento occidental. Éste es un hecho constatable tanto en las aproximaciones antropológicas y sociológicas como en las morales y políticas.
Sin embargo, la naturaleza íntima de ambos problemas nos conduce desde antaño a los diferentes niveles en los que constituimos la realidad y a la diversidad de registros de experiencia que caracteriza al conocimiento humano. Las consecuencias teóricas pondrán en compromiso el alcance y la extensión de un determinado concepto de «Universalidad». La contingencia del «conflicto» aparecerá en la génesis misma del sentido y en su duplicación mitológica. En consecuencia, la elucidación de la naturaleza de tal fenómeno no deberá desbordar necesariamente las categorías antropológicas, ni tampoco deberá determinar cuál sea la categoría que tiene mayor peso y cómo desde ella se involucran las restantes.
Una ambiciosa reforma de la gnoseología exige ampliar aquello que llamamos la «subjetividad operatoria». El amplio dominio de la intencionalidad y el predominio de la eidética son de por sí inconmensurables. Diferentes regiones determinan una arquitectura no categorial, donde el dominio de la intencionalidad se hace difuso, perdiendo progresivamente gravedad. Las categorías de la antropología, las categorías religiosas, las categorías tecnológicas, las de la sociología, las categorías políticas, las categorías de la economía doméstica y política, las históricas, etc., abordan los fenómenos desde una concepción clásica, favoreciendo la transcategorización mencionada: Metábasis eis állo génos.
En primer lugar, citaré una referencia muy polémica y llamativa en el contexto de la filosofía española. En el año 2004, un año después de las manifestaciones por la paz (¡No a la guerra!) que tuvieron lugar a raíz de la guerra de Irak, el profesor Gustavo Bueno publica un ensayo. Su título es muy significativo: La vuelta a la caverna. Terrorismo, guerra y globalización[1]. A pesar del contexto filosófico en el que Bueno se instala, el de un determinado tipo de materialismo filosófico, su detallado discurso, situado en el paradigma de una filosofía clásica de predominancia eidética, pone en evidencia la confusión categorial que existe, en parte por un exceso avasallador de la experiencia del mundo vivido que aplasta al resto de niveles de experiencia, sólo diferenciables en una serie fenomenológica, vertical, y no evolutiva o en desarrollo. Si bien su planteamiento no alcanza a hacer un examen de esta arquitectónica, su fina intuición filosófica deja entrever claramente el problema, exhibiendo a la vez las limitaciones de su propia aproximación teórica, pese a ser rigurosa y honesta.
En el inicio de esta obra, Bueno hace un diagnóstico de lo que denomina la «filosofía mundana» de la guerra[2]. No tarda en resituar una tendencia metafísica, tanto en su versión naturalista como en su versión idealista. Por supuesto, serán los dos extremos de una aproximación plana y horizontal. Pronto hará mención a La Paz Perpetua de Kant y a los célebres tratados de Lévi-Strauss y Edward Osborne Wilson. La perspectiva zoológica (etológica) de la guerra representará un claro ejemplo de una aproximación extrema y de las graves consecuencias teóricas que se siguen de ella. De ahí el interés de Bueno por iniciar su discurso en estos términos.
En efecto, la excentricidad de diversas reducciones pondrá en evidencia la ausencia de un tratamiento arquitectónico y la radical tendencia a generar ideas generales absorbentes (Guerra, Paz, Género Humano, Humanidad, etc.), ya sean idealistas, o naturalistas y positivistas. Tal tendencia traerá consigo un compromiso metafísico de carácter envolvente que afectará a la propia concepción del ser humano. La conclusión será que la «guerra», como figura indiscutible del espacio antropológico, no podrá entenderse desde unas coordenadas filosóficas próximas a la sustantivación trascendental o al reduccionismo categorial, ya sea etologista, psicologista, sociologista, etc.
No habrá una idea clara de «guerra», sino la confusión de múltiples procedimientos que confluyen en dicha noción. La guerra, como caso extremo del «conflicto», no será ni un hecho ni una idea clara, sino más bien un transcurso fenoménico en movimiento, de naturaleza enteramente oscura y confusa, resultante de la confluencia de múltiples procedimientos diferentes y contradictorios entre sí. La dilucidación de tal proceso exigirá la efectividad de los diversos niveles de experiencia, escalonados arquitectónicamente en la vertical que explora la fenomenología, de los niveles de subjetividad y de intersubjetivación, y no sólo de la involucración de las categorías en una horizontal articulada eidéticamente.
Otro claro ejemplo de esta diferenciación arquitectónica en la serie de niveles en la que se exhiben los fenómenos del «conflicto» y la «armonía» estará representado por la polémica iniciada en los años ochenta por Blanchot y Jean-Luc Nancy, y cuya continuación veremos ilustrada por Jacques Rancière, Giorgio Agamben, y otros. En su célebre ensayo La Mésentente[3], Rancière hará referencia a esta diferenciación de niveles inconmensurables de subjetivación. Rancière confirmará que el conflicto separa dos modos del ser-juntos humano, dos tipos de “partición de lo sensible”[4], opuestos en su principio y anudados no obstante uno al otro en las cuentas imposibles de la proporción, así como en las violencias del conflicto[5]. La política es un asunto de modos de subjetivación. Por tanto, lo inconmensurable que funda la política no se identifica con ninguna “irracionalidad”[6], sino más bien obedece a la multiplicación de las operaciones de subjetivación que inventan mundos de comunidad categorialmente planos y enfrentados, y que son, en definitiva, mundos de disentimiento. Sin embargo, tal como veremos más adelante, el consenso es un régimen determinado arquitectónicamente de lo sensible[7].
La excepcional intuición de Rancière al anunciarnos una experiencia más radical de la inhumanidad de lo humano, ligada al problema de la «universalidad» y de la «comunidad», nos aproximará a otro de los momentos claves en la definición de la arquitectura que posteriormente describirá la fenomenología. La obra de Hannah Arendt nos situará en los límites de la Crítica del Juicio; punto de partida fundamental en nuestra argumentación. Si bien la idea ya había sido apuntada en el prólogo que la pensadora escribiera en el verano de 1950 para su ensayo sobre Los orígenes del totalitarismo, sin embargo, será en las Conferencias sobre la filosofía política de Kant[8], el curso semestral del otoño de 1970, donde Arendt abordará el espinoso asunto de la doble universalidad de lo humano y de la comunidad, tal como el propio Kant había ya anunciado en su tercera Crítica.
A partir de su novena conferencia, y tal como nos señala Ronald Beiner en el ensayo interpretativo que acompaña a la edición de 1982, la teoría del juicio que Arendt esboza consiste en un intento de ampliar esa otra filosofía política que se sitúa paralelamente en el régimen donde tiene lugar la experiencia estética y la experiencia de lo sublime. Esta potente intuición kantiana descansa en un modo de universalidad no conceptual, en la idea de un acuerdo potencial con los demás a través de una comunicación no discursiva; una extraña universalidad que quedará patente en la capacidad de enjuiciamiento de aquello que hace comunicable universalmente nuestro sentimiento en una representación dada, sin la mediación de un concepto. Los conceptos de «comunicación», «acuerdo intersubjetivo» y «juicio compartido» harán referencia, en este caso, a la tensión insoportable entre dos niveles de experiencia, en apariencia contradictorios, pero fenomenológicamente diferenciados: la universalidad eidética de los sujetos segregados, que no comunican ya entre sí más que estructuras esenciales, y la universalidad no eidética de los sujetos agregados, anónimos, en el horizonte de una comunidad humana de singulares, no sustantivable, sin embargo, como especie humana, como Humanidad.
Tras citar el opúsculo sobre La paz perpetua, Arendt señalará con mucha perspicacia un hecho hasta cierto punto revelador. Fue en la Crítica del Juicio, en el epígrafe 28, en la sección dedicada a lo sublime, donde Kant situó arquitectónicamente el origen de la guerra. La guerra misma tiene algo de sublime en sí, dirá el propio Kant. Las constantes referencias a la Crítica del Juicio, a los sentidos no-objetivos o, en otras palabras, a los sentidos no-intencionales, a los diferentes niveles de «intersubjetivación» y, en definitiva, a la comunidad y a la comunicabilidad a partir del factum de lo bello y de lo sublime, nos remitirán incansablemente, tal como ya lo había hecho el propio Kant, a una universalidad de lo humano más allá, o más acá, del mundo vivido, en la cual se acaba resolviendo toda objetividad, todo ser en general, y sin la cual el mundo vivido nunca podría estabilizarse en su indeterminación y en su inmensa capacidad de absorción y digestión.
En 1991, el pensador belga Marc Richir publicará su célebre ensayo Du sublime en politique[9]. Su análisis volverá a tomar como referencia la Crítica del Juicio, pero esta vez para resituar arquitectónicamente el lugar de la «comunidad» en lo sublime, en la in-nocencia, o en el inconsciente fenomenológico, más allá del inconsciente simbólico. La cuestión radicará, precisamente, en el encuentro, en la oscilación o parpadeo de lo sublime, entre una zona puramente fenomenológica y la propia institución simbólica. Esta comunidad armónicamente incarnada en el lugar de lo sublime será una comunidad de singulares, donde las ipseidades no serán, en su singularidad irreductible, intercambiables, aunque sí configuren una sociabilidad originaria, armónica por relación a toda sociedad real, donde las divisiones son codificadas en el movimiento propio de su institucionalización simbólica. De este modo, podremos hablar de un sublime fenomenológico, o de un concepto de comunidad sublime, trasns-política, que nos remitirá necesariamente a una constitución instintiva del mundo que se orienta en un nivel preyoico hacia una naturaleza y una “protointersubjetividad” primigenias. Tal horizonte ineludible de «intersubjetividad» será entendido como una «interfacticidad trascendental», el registro primordial de la intersubjetividad concreta en el que tiene lugar la presencia desfasada –no coincidente– pero inmediata, del otro.
- La arquitectónica de una doble «Universalidad»
En el año 1936, al final de su vida, y bajo la sombra de Max Weber y Thomas Mann, Edmund Husserl publicará La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental. Husserl constatará aquello que denominó un reino de un subjetivo completamente encerrado en sí, existente a su modo, que funciona en todo experienciar, en todo pensar, en todo vivir, eso que es radicalmente inseparable y, sin embargo, nunca captado ante los ojos, nunca apresado y comprendido[10]. La recurrencia a la Lebenswelt, al mundo vivido de objetos, será una intención última en el final de la vida de Husserl. De este modo, volverá a pensar ese estrato básico, tan próximo, pero tan extraño, que es el mundo vivido, un nivel primario configurado por el mundo intencional de objetos que supone observar, operar, recordar, imaginar, compartir inter-objetivamente, etc.
Este estrato último, el mundo percibido, en definitiva, el mundo vivido, no incluirá necesariamente idealidad, dada la potente capacidad de absorción y trituración de la Lebenswelt. Por consiguiente, el mundo vivido no poseerá, en cuanto tal, estructura eidética. El recubrimiento eidético no le será necesario para su configuración. Será en la Krisis cuando Husserl vuelva a pensar el primero, o último, nivel de la serie fenomenológica: el nivel de la efectividad, el mundo vivido de objetos. Este extraño estrato, sin estructura eidética, y con una potente capacidad de absorción y trituración, la Lebenswelt, será determinante para comprender toda la escala arquitectónica, pero también será definitivo para entender las cruciales relaciones que se establecen entre los diferentes estratos o niveles. Esquematismo, sentido, identidad, efectividad y realidad, serán las condiciones estructurales que ponen en correspondencia la serie óntica (entitativa) y la serie fenomenológica (genética). Esta última quedará convertida en una instancia crítica.
De este modo, cinco registros determinarán los límites de esta arquitectónica, que dividiremos en tres zonas diferenciadas en la serie fenomenológica (Vid. Arquitectónica). En primer lugar, en la base, encontraremos una gran zona desdoblada en el registro de la efectividad (nivel 5) y en su límite con el registro de la objetividad (nivel 4), es decir, el acceso del mundo de la «percepción» al mundo de la «imaginación». La realidad efectiva (nivel 5) implicará objetividad (nivel 4). Esta gran región será la zona de la reconciliación eidética. En segundo lugar, la objetividad (nivel 4) entrañará identidad (nivel 3) y, de este modo, delimitaremos una zona intermedia, o nivel de intermediación, donde los sentidos se estabilizan. Será el nivel en el que pensamos y donde surge el conflicto de identidades. En tercer lugar, la génesis misma del sentido determinará una zona superior y puramente fenomenológica, esquemática y sin nexos de identidad, que representa el nivel de la reconciliación humana, de una “solidaridad” de tipo trascendental (nivel 2). Y, por último, más allá de la serie, todo este deslinde tectónico tomará como referencia el horizonte de la materialidad esquemática, fuera del lenguaje, fuera de lo humano, absolutamente descentrada e indeterminada (nivel 1).
Procedamos, pues, a describir estas tres grandes zonas para situar en ellas los fenómenos de la «armonía» y del «conflicto». En primer lugar, partiremos de aquello que podemos llamar el grado cero de lo humano: la realidad humana del mundo percibido, sin articulación eidética. Frente a la eidética, el mundo vivido constituye una típica borrosa y ciega, caracterizada por su gran poder de absorción, gestión y digestión. Es el mundo de los objetos compartidos, susceptible de operaciones y sometido al riesgo de la proliferación descontrolada de procesos eidéticos. Es la zona de las síntesis activas de identificación, donde la subjetividad operatoria encuentra una «armonía» de correlación objetiva y efectiva, la de la praxis común. En términos fenomenológicos, corresponde con el dominio del Leibkörper (cuerpo externo) frente al Leib (cuerpo interno).
Si abstraemos los procedimientos y estructuras eidéticas del mundo vivido, tal idea se convierte en un concepto sociológico. Ahí, el «conflicto» es interpretado desde las categorías tecnológicas, las de la sociología, las categorías políticas, las categorías de la economía financiera, etc. La universalidad del mundo vivido hace que asistamos a una doxa compartida, a un mundo de evidencias originales con un horizonte de experiencia posible que implica una normalidad, a un modo de reconciliación propio de las formaciones prácticas y de las ciencias objetivas. Sin embargo, la universalidad del mundo vivido es una universalidad in-humana. Su armonía es propia de un mundo compartido intersubjetivamente (interobjetivamente) en sus objetos por sujetos operatorios que conforman una comunidad de sujetos segregados, y que no comunican entre sí más que estructuras esenciales y en ellas encuentran el «acuerdo». La «armonía» en este caso es una mera tautología. De ahí el diagnóstico pesimista del viejo Husserl en La crisis de las ciencias europeas. Y de ahí también los diagnósticos del materialismo filosófico (Gustavo Bueno) y de la tradición europea de los 80 (Jacques Rancière). Sólo la forzosa epoché del eidos en el mundo vivido puede aproximarnos, inevitablemente, a la efectividad de los diferentes niveles de experiencia en la vertical arquitectónica.
Por contraposición a esta universalidad in-humana, en la zona superior de la serie fenomenológica encontramos otra especie de universalidad. Esta universalidad nos conducirá, nuevamente, a las consideraciones kantianas y del romanticismo alemán. Hannah Arendt lo confirmará en sus mencionadas Conferencias, al definir la intersubjetividad como el elemento no subjetivo en los sentidos no objetivos, apelando al juicio estético y al sensus communis. La única precisión fenomenológica es que tal «intersubjetividad» aludirá más bien a un régimen de «interfacticidad», puesto que, en ese nivel, la subjetividad misma no es más que un “aquí absoluto” en una temporalidad sin presente. La «intersubjetividad» que se ha exhibido en la zona simbólica será entendida ahora como una «interfacticidad trascendental», el registro primordial de la intersubjetividad concreta en el que tiene lugar la presencia desfasada –no coincidente– pero inmediata, del “otro”. Es el nivel fenomenológico de lo humano, el nivel de constitución del sentido. Frente a la universalidad eidética del mundo vivido, tanto imaginado como efectivo, otro tipo de universalidad se descubre en un nivel originario (nivel 2), sin consistencia eidética, puramente esquemático, en el que se dan síntesis sin identidad, síntesis pasivas, en el que la intencionalidad ha perdido su gravedad y es casi inapreciable, y en el que las esencias tienen prohibido el paso.
No hay esencia de lo humano. La humanidad es un factum no eidético. Y en lugar de hablar de sujetos operatorios, hablaremos de singularidades fenomenológicas. La subjetividad es un aquí absoluto en una comunidad originariamente plural de singulares. Esta comunidad enigmáticamente incarnada en el lugar de lo sublime será la comunidad de singulares anunciada por Kant en su tercera Crítica y tematizada por Schiller. Será igualmente el nivel de la experiencia estética, tal como el propio Kant definió en su concepción de una experiencia universalmente no conceptual. Esta correspondencia entre lo sublime en el arte y lo sublime en la política, puesta en evidencia, en nuestro caso, por la fenomenología de hoy, será posible en la serie fenomenológica; arquitectónicamente posible por la «traspasibilidad» de los diferentes hiatos entre registros. En una serie óntica, entitativa, evolutiva, la vertical de tal arquitectónica será abatida por una eidética generalizada que no permite la explicación de esta especie de armonía trascendental que se da en un sujeto anónimo y agregado (no un ego) en una comunidad de singulares en interfacticidad. Es el estrato donde se elaboran los sentidos, el nivel específicamente fenomenológico donde se generan y deshacen interminablemente esbozos de sentidos, donde se dan las impresiones realmente originarias, desde donde se piensa y donde se establece la universalidad de lo humano. Tal universalidad no podrá nunca entenderse como humanidad en un sentido sustantivado, es decir, como especie humana.
La trascendencia teórica de este nivel será el motivo de una ampliación crítica de la filosofía, iniciada a partir de 1980 con el volumen XXIII de la Husserliana, el dedicado a las presentificaciones intuitivas. En él se expondrá, en parte, la naturaleza del régimen de Phantasia y del denominado «inconsciente fenomenológico», que corresponden con el nivel originario. Para acceder a este nivel la reducción nos permitirá atravesar dos barreras diferentes: la barrera de la objetividad y la barrera de la identidad. Si bien la reducción fenomenológica hace posible un movimiento de regressus hacia la zona puramente esquemática, en el movimiento de progressus vamos pasando de lo más indeterminado, más rico, concreto y descentrado, a lo más determinado, más empobrecido, abstracto y centrado. Contra toda posición metafísica, lo más rico y concreto es precisamente lo más indeterminado y descentrado. Sin embargo, es el nivel de la efectividad y de la objetividad, el mundo de los objetos percibidos e imaginados, el más determinado y centrado, es decir, el más empobrecido y abstracto.
Cuando lo humano pierde su conexión con los niveles fenomenológicos, se automatiza. Por consiguiente, la tendencia común según la cual el mundo percibido es el más concreto y rico por ser el más determinado y centrado es una pura ilusión metafísica. Sólo la epojé es capaz de romper los mecanismos de centramiento, la barrera de la objetividad que delimita lo intencional generalizado, para poder diferenciar los distintos registros de esta arquitectónica. Tras la universalidad de lo eidético está la universalidad no eidética de lo humano en el nivel originario; dos armonías diferentes e inconmensurables.
El carácter eidético atribuido a la armonía universal del mundo de la vida, con fundamentación metafísica o meramente racional, positivista o naturalista, hace que quede sin explicar su carácter de humano, puesto que la fundamentación alegada no deja de ser una mera tautología. La exploración de la humanidad como universalidad no eidética, propia de la comunidad de singulares, explica también la racionalidad humana, más allá de los pronunciamientos tradicionales tautológicos. La vida humana acaba en situación de psicosis si el nivel de la intencionalidad, del mundo vivido de los objetos, pierde la resonancia (transpasibilidad) con relación al nivel originario de formación de sentidos. La clave de esta doble instancia de la racionalidad y su estabilización dentro de esta arquitectónica de niveles la podemos encontrar en un nivel de mediación entre ambas universalidades.
Si contra toda posición metafísica partimos de que en el movimiento de progressus de la serie fenomenológica (genética), del nivel 1 al nivel 5, la transposición de un nivel arquitectónico a otro se produce en virtud de la inestabilidad de la estructura del nivel de partida, pasando de lo más indeterminado, más rico, concreto y descentrado, a lo más determinado, más empobrecido, abstracto y centrado, entonces la mayor determinación y centramiento de niveles va en cascada de hiatos, se produce de golpe, hasta llegar al nivel de estabilidad que supone el nivel último de la serie genética: la realidad humana del mundo percibido, sin ni siquiera articulación eidética, y que podemos llamar el grado cero de lo humano, “transpasible” al nivel inicial en el que se ha generado el sentido, también humano. La clave que estabiliza este proceso de “empobrecimiento” estará en una “zona intermedia”, de intermediación, que hemos denominado nivel 3 y que, desde su posición central, actúa de “amortiguador” y mediador entre la zona esquemática y la zona intencional. Es una zona que equilibra y hace funcionar la matriz arquitectónica en todas sus dimensiones. El colapso de este nivel de estabilización (transpasibilidad) significaría la pérdida de la elaboración de sentidos y el automatismo de lo posicional.
Esta zona intermedia aparece como un territorio con nexos de identidad, pero todavía no intencionales. Por la phantasia, esta zona intersecta con la zona superior, y por la identidad intersecta con la zona inferior. En este nivel comienza la zona simbólica y, pese a que la subjetividad todavía es pura ipseidad, sin embargo, es el régimen del «inconsciente simbólico». En él ya podemos hablar de intersubjetividad, a pesar de encontrarnos todavía en los límites del Leib, del cuerpo interno, tal como nos recordará Merleau-Ponty. El empobrecimiento necesario que impone a la riqueza inagotable de los esquematismos de sentido el estrangulamiento de la identidad se ve aquí compensado con una «reduplicación de sentido» que se origina en este nivel intermedio, culminando posteriormente en la producción eidética de esencias en el nivel de la objetividad y de la efectividad del mundo vivido. Esta necesaria “reduplicación de sentido” que compensa el empobrecimiento hacia lo más centrado y determinado, hacia el mundo de los objetos intersubjetivamente compartidos, intenta estabilizar el sentido, mediando entre la universalidad no eidética y la universalidad eidética del mundo de la vida.
La necesaria “reduplicación de sentido” que aparece en este nivel de mediación, para compensar el necesario empobrecimiento que se produce en el progressus, cuando los sentidos atraviesan el cuello de la identidad para traducirse en objetos y objetos efectivos, es triple, y se presenta como las instancias de la Mitología, del Arte y de la Filosofía, los componentes del espíritu absoluto en el pensamiento de Hegel. El ser humano intenta compensar la pérdida del sentido apelando a una concepción mitológica, a una concepción racional o a una concepción estética. De ahí el lamento romántico del Primer programa de un sistema del idealismo alemán al proclamar que “Hasta que no hagamos estéticas las ideas, es decir mitológicas, no tendrán ningún interés para el pueblo”. Del mismo modo, y en la misma tradición, Nietzsche declarará en El Nacimiento de la tragedia que: “Sólo como fenómeno estético están eternamente justificados la existencia y el mundo”.
Por el contrario, los sentidos del nivel básico del mundo vivido aparecen como saberes prácticos, instancias técnicas que nos permiten resolver el mundo compartido con una facilidad que ronda el automatismo. Sin embargo, mientras que los sentidos del nivel básico son comunes a toda la humanidad y pueden armonizarse en su universalidad eidética, generando sólo conflictos de intereses, en las instancias de este nivel de mediación y enriquecimiento de sentido la humanidad se divide, produciéndose su “partición”. Aquí tiene su origen más primitivo el «conflicto», y éste será el primer motivo de enfrentamiento en un nivel puramente humano. La “reduplicación del sentido” conllevará la partición de la humanidad, y en tal “partición” se generarán círculos mitológicos. Frente a la reconciliación trascendental de la universalidad no eidética y frente a la reconciliación puramente eidética del mundo práctico vivido, aparecerá aquí el conflicto de identidades y el sentido más originario de la guerra. La inconmensurabilidad de la Mitología, del Arte y de la Filosofía expresarán este origen mítico del enfrentamiento humano en la búsqueda de enriquecer la pérdida del sentido.
En consecuencia, el conflicto humano deberá apelar necesariamente a esa armonía que hemos descrito en el origen mismo de sentido y que configura la universalidad propia de lo humano. De ahí que los conflictos de intereses, propios de la doxa compartida en la universalidad eidética, terminen apelando a este nivel de intermediación que conecta con la zona fenomenológica donde se sitúa lo sublime. Entenderemos ahora porqué tanto Hannah Arendt como Rancière o Marc Richir recurren al ámbito de la política, del arte o de la mitología para incidir sobre la arquitectónica de estos niveles y sobre los diferentes niveles de «intersubjetivación». Arendt apelará al sensus communis kantiano. Rancière invocará a la comunidad desobrada, a la comunidad de singulares en busca de sentido in fieri. Richir pondrá como ejemplo de lo sublime la revolución de Michelet[11] o la pura contingencia del déspota[12], igual que lo hiciera al tratar del nacimiento de los dioses[13], al incidir sobre el enigma de la institución simbólica, de la Stiftung, de la Historia.
La filosofía, que en principio aparece en un nivel intermedio de mediación, se habrá ampliado para abordar, más allá de su propia institucionalización simbólica, el descubrimiento teórico de esta especie de «supercivilización» donde tiene sentido el origen de la armonía. Esta “supercivilización”, la humanidad, es la comunidad de singulares no egoicos en el nivel de lo transposible. Es una comunidad de copertenencia ética donde se confirman los principios de igualdad absoluta de los singulares, de libertad incondicionada y de solidaridad interfacticial. La ciencia humana básica es la sociología, que se ocupa de la conformación de las subjetividades, de la socialidad. Así pues, la subjetividad estricta de la humanidad en el nivel gnoseológicamente originario proporciona las bases de la auténtica sociología, y no del sociologismo.
Cuando la humanidad se hace egoica, ya no trascendental, la humanidad se rompe, se divide culturalmente. La ética se rompe como moral, con las mores tradicionales y acostumbradas; lo humano igualado se rompe con las lenguas que interrumpen la comunicación; y las mitologías o relatos mitológico‑religiosos de justificación rompen el vínculo humano de unificación. Las ciencias humanas resultantes de esta primera partición de la humanidad son, pues, las ciencias de la cultura; y los factores culturales son: las lenguas, las tradiciones y las mitologías.
La misión de los relatos mitológicos de justificación es la de cohesionar el grupo social, reforzando la partición, haciéndolo de modo abrupto y accidentado, y dando respuestas antes de plantear las preguntas oportunas (mito). Se repite lo que se supone dado, con una universalidad forzada que contribuye a amalgamar las supuestas identidades culturales.
La segunda partición de la humanidad, la partición política, pretende restablecer la linealidad perdida de la humanidad. Las ciencias políticas (política, economía, derecho) aparecen en conflicto con las ciencias culturales, puesto que apelan a la restauración de la linealidad humana originaria, perdida culturalmente. La base de la política es el demos, y no la natio cultural. El juego político tiene lugar con las propuestas de una parte (un partido), aceptables por otras partes del demos, puesto que apelan a lo común humano del nivel originario, saltando sobre la división cultural. Sin esta apelación a la comunidad de singulares, no hay posibilidad de acuerdos sobre el poder. La guerra estará servida.
[1] Bueno, G. La vuelta a la caverna. Terrorismo, guerra y globalización, Ediciones B, Barcelona, 2005.
[2] Ibídem, p. 33.
[3] Rancière, J. La Mésentente. Politique et philosophie. Éditions Galilée, París, 1995, p. 88-89. Traducción al castellano: El desacuerdo. Política y filosofía, Nueva visión, Buenos Aires, 2010.
[4] Rancière, J. El reparto de lo sensible. Estética y política, Lom Ediciones, Santiago de Chile, 2009.
[5] Rancière, J. El desacuerdo. Política y filosofía, o. c., p. 42.
[6] Ibídem, p. 61.
[7] Ibídem, p. 130.
[8] Arendt, H. Lectures on Kant´s Political Philosophy, The University of Chicago Press, Chicago, 1982. Traducción española: Conferencias sobre la filosofía política de Kant, introducción y edición de R. Beiner, Paidós Studio, Barcelona, 2003.
[9] Richir, M. Du sublime en politique, Éditions Payot, París, 1991.
[10] Husserl, E. Die Krisis der europäischen Wissenschaften und die transzendentale Phänomenologie, Einleitung in die Phänomenologische Philosophie, Editado por W. Biemel, Husserliana VI, Martinus Nijhoff, La Haya, 1969, p. 114. Traducción al español: La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental, trad. Julia V. Iribarne, Prometeo Libros, Buenos Aires, 2008, p. 154.
[11] Michelet, J. Histoire de la Révolution française, Bibliothèque de la Pléiade, Gallimard, Paris, 1952.
[12] Richir, M. «La contingence du despote», conferencia de Marc Richir en la Universidad de Oviedo, 15 octubre de 2010. EIKASIA, Revista de Filosofía, septiembre 2011.
[13] Richir, M. La naissance des dieux, Ed. Hachette, Paris, 1998.
[14] Merleau-Ponty, M. «L´homme et l´adversité» (Conferencia del 10 de septiembre de 1951 en los Rencontres internationales de Genève), en La connaissance de l´homme au XXe siècle, Neuchâtel, La Baconnière 1952, pp. 51-75; en Signes, Éditions Gallimard, Paris 1960, pp. 365-396.